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El proceso de descomposición del fútbol balear ha cumplido un nuevo ciclo. Mancillado por una concatenación de fracasos que ha derivado en insoportables, el balompié de la Comunitat ha tocado fondo. Golpeado por los números desde que el Mallorca B se atreviera con el proyecto o desde que el Sóller se gastara una millonada en un vestuario ampuloso, el fútbol de Tercera está en plena fase de dilatación. Lo denuncian los números (los cuatro equipos que disputan la liguilla son últimos, un año más) y lo delata la sensación de fragilidad y miseria que esparcen temporada tras temporada por los campos de Murcia, Valencia o Catalunya. Ya nadie concibe el ascenso como algo tangible, sino como una utopía. Ya nadie cree que sea posible subir. Si falla el rival catalán, asciende el murciano. En la ecuación nunca aparece Balears y así es imposible que los números acaben por cuadrar.

Y es un problema de mayoría de edad, porque la formación del futbolista balear goza de buena salud. Lo demuestra el hecho de que una selección de la Comunitat lograra el nacional juvenil hace dos años, o que el Mallorca haya accedido a la final de Copa por segundo año. Es decir, el jugador de las islas tiene buena pinta hasta que es amateur, porque allí su mentalidad cambia. Alcanzada la madurez, se descompone como futbolista.

Así, hay varias vías para intentar el ascenso; Se puede diseñar un equipo joven y con proyección y acabar cosiéndolo con varios jugadores experimentados (Constància y Vilafranca). El resultado es inmejorable en la fase regular, pero en la liguilla el equipo acaba por fracturarse. Otro camino es hacer una plantilla en la que se hable castellano, llena de futbolistas peninsulares (Atlètic Balears o Peña). Esos refuerzos acaban enfermando por contagio, porque el virus que padecen los jugadores de Balears les invade. El último intento ha sido contratar a un técnico foráneo, pero sin mimbres no hay cesto. Por exceso o por defecto, todos esos designios acabaron en ruinas.