Marc Lozano, grabando entre escombros en la ciudad de Islahiye. | Marina J. Ramos

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Este martes se cumple un año de los terremotos de Turquía y Siria que se llevaron por delante la vida de, al menos, 50.000 personas. El año pasado, justo por estas fechas, recuerdo leer teletipos, hablar con expertos mallorquines sobre lo sucedido, investigar por redes sociales… Se puede decir que cubrí un poco el tema del seísmo en Turquía, pero a 4.000 kilómetros de distancia y sin salir en ningún momento de la redacción. Lo sucedido me impactó, y pese a que, como de costumbre, la sociedad se va olvidando de lo que poco antes acaparaba titulares, de vez en cuando me seguía viniendo a la mente aquella catástrofe. Quizá fuese mi instinto de corresponsal. Siempre me había imaginado viajando por el mundo y mostrando realidades lejanas al pie del cañón. Así, cuando tomé la determinación de pedir un año de excedencia y dejarlo todo para viajar por el mundo, caí en la cuenta de que era mi oportunidad para aproximarme a ese sueño. Si no se dan las circunstancias, uno puede tratar de creárselas por sí mismo, en lugar de quedarse con las ganas.

Esta es la historia de cómo he llegado al sur de Turquía, cerca de la frontera con Siria. Me acompaña en estas primeras dos semanas del viaje Marc Lozano, un joven barcelonés, que conocí hace apenas seis meses en un viaje a Egipto, y que es tan cabezota e idealista como yo como para aceptar la propuesta que le hice surcando el Nilo en barco. Equipados tan solo con el equipo de grabación, una libreta, un boli y el móvil, alquilamos un coche y empezamos a movernos por las ciudades más afectadas.

Iniciamos la ruta en la ciudad de Gaziantep, la capital de la provincia. La vida continúa allí y salvo típicos edificios en mal estado, nada hace sospechar las informaciones que llegaban de la zona hace un año. La cosa cambia a medida que vamos saliendo de la ciudad y nos adentramos más al sur. Comenzamos a ver edificios colapsados a ambos lados de la carretera, montañas de escombros, un cementerio de coches aplastados y grúas en plena faena de construcción. Las ruinas se mezclan con viviendas que resistieron los embistes del movimiento de tierra de siete grados de magnitud y, dispersas entre la carretera, van apareciendo agrupaciones de contenedores, las llamadas «containers cities» -ciudades contenedores, en español-, donde viven miles de personas que perdieron sus casas. Más dispersas, vemos tiendas de campaña por doquier, de donde de vez en cuando asoma la cabeza de alguna mujer o entra corriendo un niño con las zapatillas embarradas. Hace frío y llueve. No me puedo imaginar cómo estaría si en cuestión de 60 segundos perdiera cantidad de familiares y amigos, mi casa, todas mis pertenencias y mi vida habitual, y pasara a sobrevivir en un contenedor en medio del barro. El paisaje, físico y humano, es desolador.

Llegamos a Antakya, una importante ciudad cerca de Siria y con milenios de historia. Aparcamos el coche y vemos lo mismo que en los alrededores de la carretera, pero en grande. A lo bestia. Me atrevería a decir que tan solo un 30 % de los edificios siguen en pie en la zona más devastada. Caminamos sobre los escombros, sobre ladrillos, zapatos y hasta piso sin querer algún juguete sucio y me pregunto qué le deparó a su propietario. El primer día de rodaje es duro en lo personal, pero muy satisfactorio en lo profesional. Incluso solo con ayuda del traductor de Google, conseguimos hablar con bastantes habitantes, que nos narran situaciones apocalípticas, tanto entonces, como aún ahora. Acabamos el día cenando en un restaurante de carretera y, al comentarles nuestro propósito, los trabajadores nos piden que les entrevistemos. Quieren expresar la realidad de su ciudad tras los terremotos, muy contrapuesta con la versión oficial del Gobierno turco. Se la juegan. Cualquier crítica hacia Erdogan puede acabar bastante mal. Pero se atreven a hablar, muy duramente. Y es que la situación allí, un año después, es crítica en todos los sentidos. Tras acabar de grabar a las doce de la noche, nos invitan al día siguiente a una barbacoa como muestra de gratitud por haber venido de tan lejos para darles voz. Nadie hasta ahora se había interesado, nos dicen.

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Y es que la destrucción en la que aún están inmersas las provincias de Gaziantep y Hatay contrasta enormemente con la calidez humana que aún -no sé cómo- conservan sus habitantes. La semana que hemos estado grabando el documental ha sido un máster, no solo de periodismo, sino también de humanidad. Suleimán, un señor de 70 años al que paramos por la calle en Islahiye para preguntarle una dirección, nos acompañó a entrevistar a refugiados sirios que viven en tiendas de campaña. Después, invitados en su casa bebiendo té, nos contó que su nieta de 13 años había muerto en el terremoto y que ahora su nuera esperaba otra hija, a la que van a llamar con el mismo nombre, en su honor. Veía a la mujer embarazada llorando, rota, mientras su ahora única hija, huérfana, me instaba a que siguiera jugando con ella con el móvil. Mientras, yo intentaba no romperme en lágrimas delante de ellas y admiraba la entereza y la capacidad humana para resistir y tratar de salir adelante incluso de las peores situaciones.

Muchas de las personas con las que hemos hablado nos han abierto las puertas de sus casas, hemos salido de viviendas y tiendas con bolsas llenas de comida que nos regalaban, incluso una joven en la ciudad de Iskenderun, Rony, nos invitó a pasar la noche en su casa como muestra de hospitalidad y agradecimiento -he de contar, a modo de anécdota, que los padres de la chica nos obligaron a hacer tortilla de patatas para cenar-.

En definitiva, grabado ya el documental, me quedo con la impotencia de ser consciente del enorme sufrimiento de tanta gente y el recordatorio de que todas las historias continúan. ¿Qué ocurrió con los afectados de La Palma? ¿Y con la gente de Ucrania? Cuando leemos noticias tomamos cierta distancia, desde la seguridad de nuestro hogar. Parecen a veces historias inventadas. El hecho de viajar hasta aquí, de ver de primera mano la destrucción y hablar de tú a tú con las víctimas, a veces con alguna lágrima furtiva escapándose por la mejilla, me ha hecho despertar de cierta forma y darme cuenta de que siempre detrás de cada noticia, hay historias personales; personas de carne y hueso, padeciendo terribles situaciones, pero que, como la nuera de Suleiman, pese a las vicisitudes, aún conservan un corazón enorme.

En cuanto al documental, un proyecto propio en el que hemos invertido nuestro dinero, ilusión y convencimiento, esperamos tenerlo listo en las próximas semanas y poder hacer públicas de alguna forma todas las historias y realidades con las que nos hemos topado tras los terremotos. Y, en cuanto a mi viaje, sigo en Turquía, pero, las próximas semanas, a lo mochilera. La experiencia tirándome por primera vez de parapente, haciendo autoestop y durmiendo entre hostales, ya, para las próximas crónicas en Ultima Hora y en mi cuenta de Instagram. La ruta continúa.