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Todos tenemos claro que sin gente ambiciosa y peleona la Humanidad seguiría en las cavernas. Y también que a la mayoría de esos personajes que se empeñan en algo contra viento y marea y al final lo consiguen se les ha considerado locos y a menudo peligrosos. Por eso me tomo las cosas con cautela, porque es posible que estemos ante un genio o ante un loco peligrosísimo. Me refiero a Elon Musk, ese extravagante personaje cuya misión en la vida (lo dice él) es conquistar Marte y hacer de la raza humana un ser interplanetario. Personalmente tengo mis dudas de que a día de hoy nuestra vida sea mejor que la de nuestros antepasados paleolíticos y desde luego tengo claro que vivir en Marte no nos hará mejores, ni más felices ni más nada. Quizá a este individuo y tantos otros como él les haga más ricos y poderosos, porque estoy segura de que eso es en verdad lo que persiguen. Los antropólogos saben que cualquier persona de las tribus que hoy viven como en la edad de piedra –cada vez quedan menos– goza y sufre de forma idéntica a como lo hacemos nosotros en una sociedad hiperconectada. Carentes de cualquier tecnología, lo que impacta a un ser humano es el amor, la muerte, el dolor, la pérdida, la amistad, los lazos familiares y sociales y la satisfacción de sus necesidades más primarias: techo, abrigo, comida, agua, seguridad. Si indagas en la vida de un ciudadano medio en una megaciudad que cuenta con todos los adelantos técnicos, sabrás que sus preocupaciones son las mismas. Nos han hecho creer que tener cuarenta pares de zapatos aporta algún tipo de felicidad y que Elon Musk despliegue alrededor de la Tierra 42.000 satélites aportará alguna clase de ventaja. Y no.