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No sé si me reconozco en mis andares o es que el asombro es un largo puente cada vez que salgo a la calle que temo cruzar. Le hago un tanto a las dudas y me lanzo a la yugular de ese centro histórico que cada vez es menos histórico y día a día se va descentrando de mis constantes vitales.

Alcanzo las avenidas, esa línea amenazante con seis carriles, que no entiendo porque nunca me sentí de Los Ángeles. Superada la primera prueba, decido que es momento de revisar la enésima reconversión de la plaza de España, convertida en un campo de batalla con misiles en formato patinete. Temo caer como uno de los árboles talados o como una paloma vencida en el áspero asfalto.
Inhalo y exhalo, y me como un mar de partículas. ¿Por qué nadie me habló de ellas? Empiezo a toser, los ojos se quejan de picores, mi lagrimal estornuda. Me aparto para no molestar. ¿A quién? ¿A todos esos zombis que caminan pegados a las pantallas de sus teléfonos? No estoy segura pero juraría que han aumentado, como una plaga. Y con ellos, mi tensión, mi pánico a salir a la calle, porque presiento que el topetazo será mayúsculo.

Ay, qué respiro. Una pareja en modo Hei, solo pienso en ti, avanza de la mano. En su mueca tierna, en su babeo flecha de amor, me consuelo. La placidez es efímera. Mi sonrisa muda a susto porque surge por el lado izquierdo, mi peor ángulo, otro empantanado en su móvil. Está poseído. No para de darle con los cinco dedos a la pantalla. El maltrato alcanza proporciones peligrosas así es que me alejo y que el zombi siga su camino. A porrazo limpio con el pulgar.

No puedo ni debo entretenerme mirando escaparates porque si la vida en cinco minutos es eterna, y si hubo quien hizo fotografías como quien cazaba instantes, mi integridad corre peligro, es posible que acabe como un Rompetechos cualquiera, del hostiazo que me va a caer entre esa masa distraída, anestesiada, que ha decidido que también hoy sale a la calle. Sin soltar la prenda, su espejo del mundo, ese artilugio minúsculo que nos ha anestesiado poniendo un me gusta a velocidad de parpadeo.

No hay tiempo para caminar, no le damos tregua al paseo, qué voracidad, qué prisas. Ojito que no serás nadie si no cuelgas tu última mueca en las redes sociales. El cuento es viejo pero avanza a paso joven. La multitud no camina, no mira, no observa, la ciudad les importa un bledo, la realidad dos. Lo que de verdad les pone es la pantalla. Y digo les y podría decir nos.

Me vuelvo a casa, a ver si de camino me tropiezo con un Hei, solo pienso en ti y recupero la esperanza de una ciudad que me recuerde que un día fue mi paraíso. Solo que estamos tan cerca del genocidio en Gaza y estamos tan lejos de querer mirar esas cuencas de ojos de niño hambriento. Ya han tenido sus días de cuota de pantalla. Hoy ya les hemos dado la espalda. Somos fóbicos al dolor. Ha ganado por goleada el nuevo becerro de oro. Dale un like. No te cortes.