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Todos sabemos que a lo largo del calendario hay épocas en las que necesitamos comprar algunas cosas -ropa y calzado de invierno cuando llega el frío, un bikini al empezar la temporada de playa, el uniforme del crío al comenzar el curso, un billete de avión cuando toca viajar para un evento familiar- y otras en las que sobrevivimos perfectamente sin visitar una tienda, más allá del supermercado o la farmacia. Sin embargo, el dinero es la fuerza que hace mover el mundo y el márketing se encarga de engrasar los engranajes en cuanto empiezan a chirriar. Por eso acabamos de pasar del Black Friday -absurdo festival de gastar por gastar-; el puente de diciembre -casi obligatorio salir de viaje-; las Navidades -comilonas, modelitos, cotillones, copas-; la visita de Papá Noel y los Reyes -despliegue de caprichos, muchas veces rechazados y devueltos después, y el inevitable Roscón-; y, a continuación, las rebajas. Que no quede nada en las tiendas, venga, hay que vaciarlas para hacer sitio a la nueva temporada. Pero no acaba ahí, qué va. Ahora, que parecía que podríamos descansar de publicidades y presiones para no parar en el consumismo feroz hasta la llegada de Sant Antoni y Sant Sebastià, nos cae la última chorrada: el Blue Monday. Resulta que el tercer lunes de enero es oficialmente el día más triste del año y no sería raro si miramos nuestra cuenta corriente después de la bacanal comercial. Y ¿qué nos invita a hacer la todopoderosa maquinaria de márketing? Por supuesto, seguir comprando. Mientras suben precios y se contienen los salarios, no descartaría que la locura consumista esté detrás de más de un desequilibrio mental y de esa tristeza que nos asola cuando nuestras vidas están vacías. Aunque llenas de cosas, eso sí.