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He comenzado el año visitando China, la segunda dictadura comunista más longeva de la historia (después de Corea del Norte). Salí el 1 de enero de Madrid en vuelo directo de 13 horas hasta Shanghái. El esfuerzo valía la pena. China es un coletazo del «corto» siglo XX, como diría Hobsbawn; la pesadilla de Orwell hecha realidad: un país controlado por cámaras, donde el Gran Hermano siempre vigila y reprime al disidente. Nuestro guía nos lo avisó: «Aquí no hay delincuencia. Si cometes un delito, en media hora tienes a la policía en tu casa». Shanghái es una ciudad de 26 millones de habitantes cargada de rascacielos. Posee el segundo edificio más alto del mundo y un nivel de vida parecido al europeo. Es una región muy próspera gracias a las empresas tecnológicas y el comercio. La llamamos la ciudad silenciosa porque –parece increíble– en pleno centro apenas hay ruido gracias a que la mayoría de vehículos son eléctricos.

A pesar de ello, existe un grave problema de contaminación. Cuando salimos del hotel (fui con mi hermana y mi sobrino), nuestro guía nos recomendó usar mascarilla para protegernos de esa niebla gris que envolvía la ciudad. No era por la COVID. «La contaminación viene de las fábricas del norte del país. El viento de invierno la empuja hasta el sur», nos explicó. Es terrorífico pensar cómo esa nube tóxica recorre miles de kilómetros.

El pueblo chino es silencioso, humilde, educado y, sobre todo, trabajador. La piedra angular de la comunidad es el cumplimiento del deber. En un país de 1.400 millones de personas el paro apenas existe y los expertos auguran que en unos años serán la primera economía del mundo (ahora es la segunda, después de EEUU). La economía de mercado impulsada por el gobierno comunista permite que el PIB vaya como un tiro. Todas las grandes marcas tienen tiendas en Shanghái y los precios son tan prohibitivos como en Europa.

Paradojas de la vida, esta ciudad tan capitalista es también la cuna de la revolución. Aquí se fundó el Partido Comunista Chino en 1921 cuando 13 trabajadores se reunieron en torno a una mesa. El lugar todavía se conserva y lo han convertido en una especie de vaticano comunista. Los fundadores aparecen esculpidos en bronce bajo una enorme cúpula como si fueran los apóstoles de Jesucristo. En la sala contigua, un vídeo propagandístico lanza un mensaje que les sonará: gracias al gobierno, el hijo de un minero puede ser médico o profesor. Ese es el gran logro de la revolución. Añaden, además, la épica de la defensa nacional. No olvidan las masacres que cometieron los japoneses en la II Guerra Mundial. Esa herida todavía está abierta.

El pueblo chino parece acomodado en la seguridad del Estado policial. No tienen elecciones ni libertad de prensa, pero se sienten fuertes a nivel económico y militar. Ya no tienen que esconderse detrás de una gran muralla porque ahora son ellos los que mandan. Al margen, la peor experiencia fue la comida. No aguantamos lo que hacen con el cerdo en los puestos callejeros. El olor se volvió insoportable y nos persiguió hasta España. No sé, quizá es algo cultural. A nosotros, los caracoles nos encantan.