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Hubo un tiempo en el que llegué a pensar que el conflicto entre el Estado de Israel y los territorios de la Autoridad Nacional Palestina solo se podía solucionar con la creación de un Estado palestino. Era
cuando seguía de cerca los resultados de los acuerdos de paz que tuvieron lugar en los últimos cin- cuenta años. Acuerdos que se cerraban con la foto de los mandatarios israelíes y palestinos estrechándose las manos. Acuerdos que apuntaban como camino a la paz la creación del Estado palestino. Pero cada vez que esto sucedía, el hamsin, que es el viento del desierto, se llevaba los papeles firmados por las dos partes las vísperas de su ejecución. Tardé años en darme cuenta de que los primeros que no querían un Estado palestino eran los propios palestinos. Recuerdo a un árabe palestino con el que me cruzaba todos los días en la parada mientras espera al autobús que me
llevaba a la Universidad. Yo vivía en la Casa de Santiago, una institución española ubicada en Jerusalén
Este. Un día me dijo en un inglés peor que el mío, que aceptar la creación del Estado palestino era
reconocer la existencia del Estado judío de Israel. Un buen palestino, añadió, no quiere un trocito de tierra, quiere toda la tierra.

Entonces recordé que países como Irán, que no reconocen la existencia del Estado de Israel y abogan
por su exterminio, nunca aceptarían un Estado palestino que no incluyera toda la geografía y la municipalidad completa de Jerusalén Oeste. Fue en ese momento cuando descubrí por qué los acuerdos de paz no se habían llevado a la práctica. Para una buena parte de palestinos, los dos estados o son palestinos o no son nada. Y hoy cualquiera se da cuenta de que el todo o nada no
puede ser la solución de este conflicto. Confío en que Benjamin Netanyahu y Mahmud Abbas se lo
hayan explicado despacio a Pedro Sánchez.