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Los habitantes de un Estado no forman necesariamente un pueblo, solamente una población. Para ser un pueblo, es imprescindible que esa población goce de unas relaciones objetivas y subjetivas capaces de crear una unidad cultural que sea apta para sentirse proyectado hacia un futuro común.

Pero en España esa unidad cultural no existe; más bien todo lo contrario, con inamovibles diferencias enfrentadas. Y todavía menos existe el imprescindible sentimiento generalizado de querer sentirse proyectado hacia un futuro común.

Lo más grave y más difícil de conseguir viene causado, precisamente, porque hay un pueblo que históricamente tiene la fuerza para dominar el Estado y que considera que debe ejercerla con todas sus consecuencias, por lo cual no solamente diverge enormemente de los pueblos más creativos, si no que repudia los objetivos más deseados de éstos. Por esto no intenta buscar ningún futuro común, sino que anhela imponerse a los que difieren de ese futuro. Y con sometimiento es inviable crear una nación.

Los castellanos, por ejemplo, son incapaces de entender muchas de las mentalidades de los pueblos diferentes porque ven que adaptándose a ellas perderían el poder que les permite mantener su apreciado Imperio. Teniéndolo ya muy esmirriado, y con el peligro de no quedarse ni con lo puesto, pretenden ser una nación sin capacidades para crearla.

Por esto, aunque estuviesen intentándolo mil años más, serían incapaces de lograrlo, porque ni siquiera saben lo que es. La diferencia entre comportarse como una nación y España es fácil de constatarlo sin salir de la misma ciudad de Palma.

Mientras en el británico C&A la mayoría de las dependientas hablan mallorquín, en cambio en el español El Corte Inglés son minoría. Esto muestra que el Imperio se comporta imponiendo sus características. Pero, actualmente, los imperios están mal vistos, corriendo el peligro de quedarse en una simple y triste parodia.

Los pueblos desafectos cuentan cada vez con mayor población que ve claramente que en este Estado es imposible acomodarse para poder sentirse integrantes de una misma nación. Obviamente, la razón es siempre la misma y es que la parte de la población que se cree legítima heredera del origen imperial no se mueve ni un ápice hacia un posible destino común porque no quiere renunciar de ninguna manera a sus herencias seculares para no perder lo que más le conforta para saciar su delirio de dominio y de grandeza.

Los desafectos, lo expliciten claramente o no, se quedan atónitos que un rapero mallorquín de veintisiete años pudiese cambiar una ley de la Constitución belga y que en cambio en el Imperio, a un Gobierno elegido en las urnas y considerado el más progresista de la historia, le sea prácticamente imposible cambiar una simple coma de la suya. Por eso, precisamente, los imperialistas, por ejemplo, el caso de Bélgica, lo ven con verdadero espanto, sintiéndolo más como una debilidad que no como una fortaleza.