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S i alguno de ustedes quiere adquirir una vivienda o comprarse un coche, no tendrá más remedio que endeudarse. Difícil que usted disponga de dinero fresco, contante y sonante, para pagar al contado esos bienes. Seguramente, adquirirá usted algún bien cuyo valor total está muy por encima de sus ahorros y, obviamente, de sus ingresos. Pero ello no evita que usted, con buen criterio, tras realizar las cavilaciones que crea convenientes y prudenciales, acabe por contraer una hipoteca o una deuda. Esto, que resulta tan obvio para la economía privada –y que nadie discute–, funciona también en la economía pública: para impulsar planes de inversión u otros componentes del gasto público, las administraciones deben recurrir a la deuda. El monto de las operaciones a realizar es descomunal: se impone acudir al crédito. Obviedades difíciles de cuestionar.

Sin embargo, algún lumbreras, que ostenta un cargo de importancia en el principal partido de la derecha –ni más ni menos que vicesecretario de Economía–, nos advierte que no se debe gastar más de lo que se ingresa y que, además, el sector público ha de actuar como lo hacen las familias. Presumiendo que éstas no se endeudan. La retórica es de una demagogia ignorante, que ya roza la idiotez, en el sentido helénico del concepto; esto no es un insulto sino una descripción: la desatención de los asuntos de la comunidad porque se vela por intereses propios. Ni la economía privada ni la pública podrían hacer frente a sus decisiones de inversión y de gasto público sin el crédito: sin la deuda.

Y siguiendo con las idioteces, vean otra monumental, auspiciada precisamente por el gobierno griego, conservador como el conspicuo aprendiz de economista citado antes: la aprobación de la jornada laboral de 13 horas diarias (ocho en una jornada «normal», más cinco en otro empleo). La laminación de derechos laborales quiere hacerse efectiva políticamente, en un país en el que es moneda corriente la existencia de economía sumergida y las horas extras no declaradas. Una elusión al fisco en toda regla, una trampa más, como la que se urdió por un anterior gobierno conservador heleno, falseando la contabilidad con la ayuda inestimable del grupo Goldman Sachs y promoviendo la durísima intervención de la economía griega durante la Gran Recesión.

Se alzan voces que defienden cosas parecidas: está visto que el reino de los idiotas es inconmensurable. Lo hemos visto igualmente en un miembro de una patronal española de la hostelería, que defendía esa intensidad del trabajo –de hasta 12 horas diarias, ‘media jornada’ según su acepción laboral–. O el empresario australiano que ha señalado que existe arrogancia en la clase trabajadora, deduciendo que es por las conquistas alcanzadas, por lo que, viene a rubricar, se debe volver a ese «ejército de reserva» laboral que tense los salarios a la baja y que ponga contenciones a las reivindicaciones laborales.

Pero en el mundo capitalista –entre sus defensores liberales–, existen otros postulados: inteligentes. Por ejemplo, los de Martin Wolf en su último libro (La crisis del capitalismo democrático, Deusto, 2023). En las antípodas de los idiotas.