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La emergencia climática tiene manifestaciones inquietantes. El Mediterráneo ardiendo es el cuadro más próximo, con incendios descontrolados explicables por las elevadas temperaturas –superiores a los 42 grados–. Pero también observamos afectaciones en Estados Unidos, con masivos incendios y riadas; y en Asia, donde se han alcanzado temperaturas de 50 grados en regiones de China. Esta nueva era se ha bautizado con el nombre de Antropoceno, con un inicio que puede datarse a principios del siglo XVIII cuando, a partir de la máquina de vapor de Thomas Newcomen, se adquirió la capacidad de transformar el mundo físico a escala muy amplia (sobre todo esto: James Lovelock, Novaceno. La próxima era de la hiperinteligencia, Paidós, Barcelona, 2021). El concepto Antropoceno se utilizó por vez primera en los años ochenta por Eugene Stoermer, ecólogo que estudió el impacto de la contaminación industrial sobre la fauna y la flora de los lagos que actúan como frontera entre Canadá y Estados Unidos. Se extendió su formulación, desde la década de 2000, con los trabajos de Paul Crutzen, premio Nobel de Química en 1995. Su conclusión fue que la actividad humana estaba teniendo efectos negativos muy directos y que, además, podían exportarse a nivel global. El concepto plantea una cuestión de gran relevancia: ¿cómo encajamos los humanos en la red de la vida? Una red que se sustenta en la noción de una ‘naturaleza barata’: qué priorizar en esa red de la vida. Ya sabemos la elección: la sobreexplotación de los recursos no renovables –fósiles y minerales (como ilustran Antonio Valero-Alicia Valero, Thanatia. Los límites minerales del planeta, Icaria, Barcelona, 2021)–, sin tener en cuenta los principios de la física termodinámica, que matiza la noción mecánica de la newtoniana (detallada visión en: Michio Kaku, La ecuación de Dios, Debate, Barcelona, 2022). Debe recordarse, sin embargo, que unos años antes, en 1972, se publicó el primer Informe Meadows, que instaba a repensar el crecimiento económico –abogando por el crecimiento cero–, y atendía a las consecuencias que ya se determinaban en el planeta por la acción económica del hombre y, sobre todo, por la voracidad en el consumo de combustibles fósiles. Este trabajo, coordinado por la bióloga Donatella Meadows, del MIT, exponía diferentes posibles escenarios a partir de la simulación informática del programa World3. Advertía que, incluso en el menos lesivo, era imperioso trabajar en una nueva dirección en la economía, para evitar dos consecuencias: la contaminación atmosférica y la acumulación de residuos. Hay una bibliografía apabullante sobre esto; no puede argumentarse ignorancia alguna. Los trabajos disponibles tienen un radio de acción científico. Pero existen múltiples productos editoriales que comunican las encrucijadas que se abren con el cambio climático: incendios desaforados, lluvias torrenciales, incrementos en las temperaturas, exponentes de un grave problema, generado por la actividad económica humana. Todo esto no debería ser rechazado por aquellos representantes políticos que, para desgracia colectiva, chapotean en la estulticia. Que lean. Y aprendan.