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Para las    elecciones del próximo 30 de julio se han alzado    desde el independentismo muchas voces pidiendo la abstención. Los más rigurosos se muestran contrarios a esta opción, arguyendo que la abstención favorece primordialmente a los unionistas que carecen de ideas indómitas porque nunca dudan de la bondad de los objetivos imperiales. No puede ni debe obviarse que toda opción siempre tiene sus pros y sus contras. Pero tampoco debería perderse de vista que para cualquier situación pluralista soportar y aceptar estrictamente las normas de un Imperio inclinado a la autocracia, implica sin vacilación transgredir regularmente los más elementales principios democráticos. No hay duda que no votar favorece las opciones mayoritarias; pero votar puede aparentar la implícita aceptación de precisamente aquello que se pretende combatir. Y en cierto sentido incluso algo peor, su aprobación.

Si el votante cree que en el panorama imperial hay opciones acreedoras de su voto indudablemente debe votar, porque precisamente para elegir la opción mayoritaria son las elecciones. Pero si el votante, por las razones que sean, cree que en el contexto actual el objeto de la votación es inconveniente para lo que según él debería ser una sociedad ejemplar, la mejor opción de que dispone es la abstención. Por eso los independentistas, por haber llegado a esa    convicción, se sienten fuertemente inclinados hacia la abstención. Aunque toda votación, para la mayoría de las mentes medianamente conformadas con el talante dominante, les resulte inadmisible que existiendo la posibilidad de votar      deje    de efectuarse. No tienen en cuenta que, a pesar de esa innegable verdad, implícitamente también contribuyen a la    interminable prolongación de lo que aquéllos pueden ver como algo totalmente inadmisible.

Si en las votaciones concurre una participación superior al cincuenta por ciento del censo electoral, con ese dato, a ningún observador externo le puede hacer pensar que haya ningún problema substancial en la aceptación del sistema político interno. Pero para ser independentista se necesita estar convencido que lo que se persigue es inalcanzable en el país en el cual se vota, por lo cual, la ejecución del voto, implícitamente, significa renunciar a todo anhelo de cambio substancial. En el Imperio, todas sus fuerzas políticas, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, aceptan que la independencia de una parte del Imperio es inadmisible. Las fuerzas imperiales más progresistas, por motivos de higiene intelectual, se ven obligadas a admitir que la independencia sería posible con una nueva Constitución. Pero ellos saben muy bien que esa hipotética nueva Constitución es también imposible, porque igualmente haría inviable lo que quedase del Imperio.

Esa situación hace que en el Imperio exista una parte importante de la población que desea independizarse; por muy imposible que sea. Y, por lo explicado anteriormente, ese deseo va abiertamente más allá de las posibilidades fácticas de lo que puede permitirse el Imperio. Por lo cual se    crea una situación, se admita o no se admita, se quiera o no se quiera, ciertamente inestable. Porque si una parte importante de la población, y perteneciente a una de las comunidades más creativas, se encuentra radicalmente en contra de su continuidad en el Imperio, se crea una conjunción tal, que solamente el terror, al que tan proclive es el Imperio, engendra un motivo de pánico suficiente en esa población que la lleva, aunque sea por un imperativo forzado, a      aceptar lo que para ella es inaceptable. Que por conveniente que pueda ser, resulta un desatino totalmente sobrecogedor.