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Las negociaciones comandadas por Marga Prohens avanzan a buen ritmo y ya conocemos que, tal y como ha sido su intención en todo momento, Vox no entrará a formar parte del Govern, constituyéndose un ejecutivo monocolor popular que dará estabilidad y no ocasionará sobresalto alguno en materias sensibles, lo cual es de agradecer.

Ello no obsta a que, como es lógico, con Vox va a tener que seguir hablándose, porque lógicamente a lo largo de cuatro años habrá cuestiones para las que sea conveniente ampliar la mayoría parlamentaria. Con ocho diputados, tampoco sería lógico que se limitasen a abstenerse en todas las votaciones, al margen de que hay determinados acuerdos que precisan la mayoría absoluta de la cámara. Lo lógico sería que el PP pudiera pactar también cuestiones con las demás formaciones, pero la izquierda está anclada en la política de bloques y en el frentepopulismo.

Que en Palma Jaime Martínez integre finalmente a Fulgencio Coll no causa preocupación alguna entre el electorado popular, porque el general acredita un brillante historial como militar que, sin duda, resultaría muy aprovechable en determinadas áreas de gestión. Por otra parte, las conocidas divergencias entre él y Jorge Campos no hacen sino facilitar el acuerdo. Cuanto más alejado se muestre Coll de las actitudes de su jefe de filas en el Parlament, mejor para todos, incluso para Vox.

A todo esto, la izquierda ha tocado a rebato tras el acuerdo en la Comunitat Valenciana, como si pactar con Vox fuera peor –o siquiera comparable– a hacerlo con Bildu, ERC o Podemos. La realidad social es que el grueso del electorado y una parte de los candidatos de Vox provienen del sector más derechista del PP. Como en un partido interclasista de centroderecha, como el Popular, se les escuchaba poco, montaron un chiringuito y han conseguido, hasta el momento, tener su parroquia, labrada a base de tensionar el discurso.

Con todo, una parte sustancial de su programa político es coincidente con el de los populares, y esa es la base que, lógicamente, debe sustentar los acuerdos. Luego está todo lo demás, juegos de artificio populistas y propuestas irrealizables que nos conducirían al absurdo permanente. Y esas son y deben seguir siendo las líneas rojas del PP.

Los hipócritas aspavientos del PSOE son tan sinceros como su líder, que ha convertido el embuste y el engaño en su divisa política. Hace falta tener el rostro de cemento armado para que, quien viene de gobernar con el entorno político de los etarras, con el independentismo que culminó el intento de golpe de Estado de 2017 y con los neocomunistas de Podemos, pretenda dar lecciones a los demás de con quién o no pactar.

El engendro de Sumar es, ya lo saben ustedes, otro intento vano de dejar de llamar por su nombre –comunistas y extremistas de izquierda– a sus integrantes, revistiéndolos con un halo de glamur progre. Yolanda Díaz es tan radical como Pablo Iglesias o Irene Montero, pero es más lista, a la par que una demagoga de categoría.

Si, a estas alturas, creen los bolivarianos que el cambio de look de Díaz –de los vaqueros ajados a los modelos de alta costura– engaña a alguien, es que sin duda piensan que pueden seguir tomando por tontos a los españoles. Y el 28-M se demostró que no es así.