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Hubo un tiempo en que uno votaba a un partido determinado en unas elecciones y en las siguientes se podía decantar por otro, más o menos en sintonía con el anterior pero de repente más creíble o menos decepcionante. No es ciencia ficción. El ciudadano apostaba por el programa de cada uno y elegía aquel que a su criterio resultara más beneficioso para el país. Pegando un vistazo a las redes, el ciudadano se ha transformado en un hincha visceral e inflexible, agresivo verbalmente e intolerante a más no poder, que piensa como un autómata. Da lo mismo que el partido por el que se apueste haya cumplido un millón de irregularidades, es tu partido, tu tótem, como si se tratase de un club de fútbol de élite, y lo vas a defender a capa y espada pese a que esté bajo sospecha en mil y una circunstancias, siempre alegando que los otros también lo hacen. Y si no lo hacen, son tontos porque somos humanos y a veces caemos bajo el peso de las tentaciones. Bonita justificación: si todos son corruptos, qué sentido tiene votar. Al igual que con el tema de la monarquía. Mientras esté vigente –y no veo probabilidad de cambio–, los Borbones mantienen su impunidad a toda costa pese a la mala fama que han alcanzado, cotas inimaginables hace unos años. Y eso que el emérito ha superado todos los límites y no sólo cazando elefantes, pero seguirá viviendo a cuerpo de rey en donde sea y haciendo viajecitos a España de tanto en tanto sin ningún tipo de pudor. Al igual que Froilán, que ha nacido para divertirse a costa de su condición de Borbón y ve estupendo comportarse como un cafre. En una república se podría caer en un caso similar pero con la salvedad que en las urnas quien estuviera al frente podría salir escaldado. Sin embargo, el pueblo se inclina por símbolos a los que adorar para rogarles justicia, libertad y prosperidad, unos términos de confusa lectura.