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No hay lugar en España, y tal vez ni siquiera en el mundo, en el que un partido político esté estancado durante cuarenta años en la misma cuota electoral. Esto es exactamente lo que ocurre en Baleares con Més, antes PSM. Los ecosoberanistas o nacionalistas de izquierdas llevan toda su vida igual: siempre en el entorno del diez por ciento de los votos. En estas elecciones han cosechado un resultado en la banda más baja, apenas el ocho por ciento, cuando en el pasado habían llegado hasta el catorce. Da igual: la cuestión es que ya van cuarenta años estancados, mientras Ciudadanos, el PI, Unió Mallorquina, el CDS, la UCD, Podemos o Vox nacen, crecen, la pifian, se desangran y mueren.

Se trata de un fenómeno singular. Lo habitual es que los dirigentes de un partido vayan limando las aristas de sus propuestas hasta hacerlas más populares, para ampliar su base electoral. Y que aspiren a aumentar su peso político. No es el caso. Pero más aún sorprende que internamente nadie cuestione esta falta de ambición. Més capta a los votantes cuando son muy jóvenes, en esos años en los que la ilusión domina las mentes, y evidentemente después los pierde porque, de no ser así, en cuarenta años acumulando adeptos hoy debería ser líder. Es decir que no conserva a sus fieles: los adoctrina y los pierde. Se reemplazan unos a otros. Una cuestión que debería haber provocado alguna respuesta.

Los partidos y las ideas políticas podrían ser situados en algún punto del continuo que va entre el extremo de supremo contorsionismo (aquello de «estas son mis ideas, pero si no le gusta tengo otras») y el extremo opuesto, de la máxima inflexibilidad. Lo primero suele ser severamente castigado por el votante: recuerden a Ciudadanos que un día entró en una cena como partido marxista y salió como formación liberal. Lo segundo, la no adaptación a los tiempos, la rigidez obstinada, si bien genera más simpatías, al final también provoca hastío en el votante. Este último es el caso de Més.

Antes de las elecciones democráticas de 1982 acudí por primera vez a una rueda de prensa del PSM en un local vecino al Teatro Principal de Palma, donde expusieron un programa electoral idéntico al de hoy. En cuarenta años el mundo y la sociedad han cambiado, pero Més/PSM sigue invariable en el mismo lugar.

El inmovilismo de Més tiene un agravante: ocurre pese a la simpatía que inevitablemente genera un partido que no está ni para robar, ni para lograr la fama, ni cuyos integrantes son unos oportunistas que quieren deslumbrarnos con ideas geniales. Siempre defiende lo mismo, siempre con la humildad de que el proyecto está por encima de las personas. Incluso aunque con este planteamiento el partido se eternice en la oposición.

De alguna manera, Més se parece más a una religión que a un partido: se pertenece o no, y cuando se es, se vota más allá de lo que hagan o dejen de hacer sus dirigentes. Un partido político al uso pretende responder a todas las preguntas que se le puedan hacer, pero Més realmente no tiene más programa que el catalán y flecos: ‘lo nostro’, el reciclaje, el tren, y el retorno a la agricultura tradicional. Y basta. Ha tenido la responsabilidad de la Conselleria de Comercio e Industria y no pasó de promover las ‘panades’; estuvo en Turismo y sus dirigentes iban a las ferias de Londres y Berlín como quien hace un viaje de estudios, para ver Trafalgar Square.

Hoy, aquí, les avanzo que en 2027 su horquilla electoral estará entre el ocho y el doce por ciento. Como siempre.

Para mí hay dos razones que tanto explican que no crezcan como que no se hundan. Que siempre floten. La primera es su profundo localismo. Més tiene una visión del mundo muy ombliguista, aldeana, cerrada, que se cura con viajar un poco y descubrir en cuántos otros lugares del mundo también hay grupos cerrados que se creen el centro de la Tierra.

Y lo segundo es bastante más serio: su intransigencia. Un alcalde del PSOE, cuando se retiró, me contó que él no compartía casi nada con la derecha, pero podía hablar con ellos; con el PSM, sin embargo, pese a haber compartido coalición, no podía hablar porque eran fanáticos de su única idea. Es una virtud en la medida en que está en las antípodas del oportunismo, pero es un problema porque no hay manera de dialogar con quien tiene postulados inamovibles.

Esto hace que siempre sintonicen con una parte de la población: siempre habrá ombliguistas y siempre habrá intransigentes. Y esto mismo hace que nunca crezcan porque jamás habrá una sociedad con la mayoría de la gente encerrada en sí misma e inflexible en sus postulados.

Más con el capitalismo y hedonismo de los que hacemos gala.