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La música tiene el don de transportarnos a otros mundos, levantar o hundir nuestro estado de ánimo, volar con el alma hasta los cielos y empujarnos a descargar el exceso de energía a través del baile. Nada hay menos tangible que la música, más etéreo, y sin embargo su fuerza es una de las más poderosas. Prueben si no a escuchar el Réquiem de Mozart en una iglesia con buena acústica y sentirán a la muerte revolotear cerca de su corazón. Menos sobrecogedoras, pero mucho más rentables, son las piezas de consumo rápido actual que fabrican en serie solistas y grupos de todos los rincones del mundo. Esa música de plástico que llena estadios, pero que necesita de todo un espectáculo de luces, efectos especiales, cuerpos de danzarines acrobáticos y toda clase de trucos visuales y sonoros para convencer. Es, más que música, un culto a la figura de la estrella del momento. Este año, superadas ya las complicaciones pandémicas, están visitando nuestro país –y medio planeta– un montón de mitos de la canción actual y algunos que llevan décadas sobre el escenario. A través de las redes podemos ver momentos épicos que los privilegiados que accedieron al concierto comparten con nosotros. Pero, oh, en un recinto donde se citan más de cincuenta mil personas... la figura que canta y baila vestida con lentejuelas no es más que una hormiga diminuta a decenas de metros de distancia. Los espectadores la siguen a través de pantallas gigantescas, igual que si la vieran por televisión. Igual no, porque allí la energía es sólida y te arrastra en mil emociones que nunca olvidarás. Pero hombre, después de tomar un avión, pagar la noche de hotel y la entrada al show –nada barata–, te queda un poco sensación de timo, la verdad.