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El marketing de los productos que exigen reflexión acude a la inteligencia del comprador; el de los que se venden por su atractivo, a la emoción. A nadie se le ocurriría mentar el valor calórico del chocolate caliente como argumento para venderlo porque se trata, sobre todo, de una experiencia. Tampoco nadie intentaría colocar un producto financiero con un ‘jingle’ pegadizo. «Oiga, dígame el tipo de interés», contestaría el cliente, dispuesto a estudiar qué le están ofreciendo. El gran éxito de algunas marcas de coches es en haberse convertido en iconos, con lo que pueden cobrar un poco más por lo mismo. Apelan también al corazón, que siempre es más agradecido.

La política se mueve entre estos dos extremos: el corazón, por un lado, y la razón, por el otro. En un sentido puro, votar debería ser una decisión exclusivamente racional. Si habláramos de una verdadera democracia, esto sería lo que cuenta. Pero entre nosotros, ni la audiencia, ni los políticos, están por ello. Apelar al corazón produce adhesiones imborrables; apelar a la razón funciona hasta que alguien mejora la oferta. La razón no es leal; el corazón, sí. Un alcalde de la Part Forana visitaba en Palma a los vecinos de su municipio que eran ingresados en un hospital, de forma que se garantizaba estos votos de por vida. Lógico, es un asunto emocional, inmune a la mala gestión. Recuerdo un presidente de Baleares que se bajó del coche en un pueblo y caminó cincuenta metros para saludar en un bar al presidente de una poderosa organización que tal vez pueda movilizar diez mil votantes. Eso no se olvidará jamás; vale más que mil propuestas. Nuestras campañas electorales se han ido deslizando paulatinamente desde la razón a la emoción, de manera que los partidos políticos se asemejan a los clubs de fútbol: se nace del Barça, de la derecha, del Betis o socialista hasta la muerte.

Apenas muerto el dictador, todos nos tomábamos las campañas como un ejercicio de democracia; hoy son desfiles de modelos en los que se hacen gracias y se acude a sentimientos tribales. Una foto, una broma, un chiste, una vestimenta o una expresión desafortunada tienen más peso que todo el librito con el programa electoral. Si es que existe.

Por supuesto, estamos ante una degradación: cada vez que se apela al corazón, por muy humano que sea, la democracia retrocede. Porque uno no compra una sonrisa, ni un slogan, sino un plan de trabajo, un programa de transformaciones. Ninguna de estas pérdidas de calidad democrática en sí misma es grave; todas juntas son un desastre.

Se empezó por politizar todo lo que hace la institución gobernada. Lo que tiene mérito y lo que es gestión ordinaria. En los puestos de control de COVID del aeropuerto ponía Govern Balear; no hay concierto en el que no salgan todos los políticos que han soltado dinero; sólo falta que el médico de guardia nos recete «por gracia del Govern, una caja de paracetamol». Después pasamos a prometer hospitales en cada esquina. Así pasamos del 25 al 33, después al 50 y finalmente al 75 por ciento en el descuento de residente, sin argumento racional alguno. ¿Y los estudios sobre coste-beneficio? Con la racionalidad, los socialistas casi se quedan sin acceder al consistorio de Inca de por vida por oponerse al hospital.

Después, sin vergüenza alguna, empezamos a subir los sueldos de los funcionarios en las campañas electorales. Y las pensiones, mandando cartas a los beneficiados en las que el ministro, sin llegar a pedir el voto, clama «he sido yo». Que lo haga uno, autoriza a que lo hagan todos, lo cual profundiza la degradación. Luego vinieron las promesas incumplibles, no cuantificadas, sin recursos para llevarlas a cabo. Recordemos las bajadas de impuestos de Rajoy o el Régimen Especial de Baleares, o los incontables tranvías. Ahora estamos en un nivel que ya nos hemos olvidado de la razón. Puro peronismo. En algo Argentina tenía que ser pionera.

En esta campaña hay otra novedad: el regalo de dinero directamente a los ciudadanos. Otro paso en dirección al disparate. Hoy el transporte en Mallorca es gratis, lo cual podría estar bien si fuera una decisión a largo plazo, estudiada, con unos objetivos que trascendieran la convocatoria del 28 de mayo. Pero el 29 empezarán a echar marcha atrás, porque se trataba de una acción de marketing. O el regalo de dinero para cultura, para comprar lo que se quiera con el pretexto de ayudar al pequeño comercio, o a los alquileres.

Todos saben que esto se degrada, todos saben que no deberíamos seguir por esta pendiente, todos entienden que son impotentes para alterar esta deriva, y todos, como es lógico, priorizan el poder antes que la desvergüenza de la manipulación emocional. Hasta que no dé más de sí.