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En Estados Unidos, donde las nuevas tecnologías están muy implantadas, hace ya años que nacieron dos movimientos sociales extremistas, que defienden visiones contrapuestas respecto de los cambios que desencadenan las innovaciones científicas.

De un lado están los tradicionalistas que, obviamente, son críticos con los nuevos desarrollos de la tecnología. Los hay que abominan prácticamente de toda innovación, como los Amish, hasta los que acuden a la violencia, como en su momento fue el famoso terrorista Unabomber. En medio hay una mayoría que no lo cuestiona todo pero que sí alberga dudas con respecto a cómo todo esto afecta a la naturaleza humana.

En el otro extremo están los transhumanistas, que no sólo celebran los avances sino que piden más, para superar las limitaciones del cuerpo y la mente humanas. Entre ellos también hay grados: van desde los más radicales, que ya se han bajado a un ordenador su código genético, para garantiza la vida eterna de su cerebro, hasta los más moderados que quieren utilizar las tecnologías para escoger a sus hijos en un catálogo como los de Ikea, incluso haciendo juego con los colores de los hermanos o de los muebles del salón.

Los dos movimientos tienen muchas ramificaciones, al punto de que llegó a haber un candidato a presidente de Estados Unidos, Zoltan Istvan, por el partido Transhumanista. Si Trump ha sido presidente, ¿por qué Istvan iba a autoexcluirse?

La gran mayoría de los ciudadanos prefiere confiar en la innovación. Para la mayoría, oponerse es ir contra la historia, lo cual es anatema. Siempre ha habido cambios, siempre los hemos adaptado, y los agoreros han terminado fracasando. La escritura fue la primera innovación, que transformó el mundo al permitir acumular el conocimiento. Y después vendría el libro, la luz, el ferrocarril, el motor, el cine, la televisión, etcétera. Todo recibido con dudas.

Durante la historia, las innovaciones se fueron asimilando con mucha lentitud. La energía a vapor creó la industria moderna, pero necesitó más de treinta años; el ferrocarril dispuso de setenta años hasta que llegó el coche, etcétera. En cambio hoy esto es mucho más profundo y sobre todo veloz. No entendemos de qué va la omnipresencia del móvil o la desaparición del espacio derivadas de Internet cuando irrumpe la inteligencia artificial.

Yo tengo muchas dudas sobre esta carrera. Preferiría parar y reflexionar. Sé que el ser humano es él y las prótesis que las ciencia nos ofrece, lo cual supone cambiarnos, transformarnos, pero no estoy nada seguro de que todos los cambios sean benéficos.

Yo diría que me siento humanista en el sentido de que me inclino por conservar al ser humano como es. No me encanta la actual desaparición de la dimensión tiempo y espacio, ni tampoco disfruto de la hipercomunicación con la que convivimos.

Hoy la ciencia nos propone un nuevo ser humano cuyo cerebro dejará de funcionar como venía haciéndolo a lo largo de los dos últimos milenios, gracias a la cultura escrita. Es verdad que el hombre lector era también una construcción, pero nos mejoraba al facilitarnos la reflexión más profunda, más matizada. La nueva comunicación instantánea, omnipresente y sobre todo cuantitativamente desbordada, cambia nuestra forma de relacionarnos, de pensar y hasta de razonar. Los datos objetivos recogidos en los últimos veinte años sobre el desarrollo de la inteligencia en los jóvenes indica un retroceso por primera vez desde que se trabaja con estos indicadores.

Y todavía nos queda lo más fuerte, la ‘singularity’, que es como en el mundo anglosajón llaman al momento en el que los ordenadores piensen por sí mismos. Los científicos dicen que en veinte o treinta años podremos llegar a ello. Hoy aún nos podemos reír de los errores que cometen las máquinas, pero los avances son espectaculares, siempre en dirección a la ‘singularity’.

A mí todo esto me inquieta. No me siento cercano a los Amish, pero estoy mucho más alejado aún de los que pretenden un ser humano eterno, máquinas pensantes, vídeos omnipresentes. Tengo el convencimiento de que esta será la gran batalla del futuro, la que dividirá a la humanidad: por un lado el hombre occidental, rico, ocioso, viviendo de las máquinas y, por otro, el tercermundista, pobre pero humano.

Hay dos ideas que para mí son perversas y que nos empujan por este camino de final incierto: primera, que renegar del esfuerzo incluso en sus variantes más ligeras, para lo cual hay que delegar el trabajo en máquinas y, segunda, la soberbia que consiste en pensar que somos tan poderosos que podemos entenderlo todo y controlarlo todo porque para eso somos ricos.