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El diario británico The Guardian publicó hace unos días una portada que resume el surrealismo absurdo al que ha llegado la izquierda cultural contemporánea: a toda página, titula «El propietario de The Guardian pide disculpas por los vínculos de sus fundadores con la esclavitud». Añadía que el periódico iba a lanzar ahora un programa de diez años de «justicia restaurativa». La directora del periódico, por su parte, decía que «esta horrible historia debe reforzar nuestra determinación para denunciar el racismo, la injusticia y la desigualdad».

The Guardian es un periódico de Manchester, Gran Bretaña. Los comerciantes británicos, sobre todo los de Bristol, Liverpool y Manchester, comerciaron durante siglos con todo lo que encontraron a su paso, también esclavos. Igual que los de Portugal, Francia, Holanda, Alemania y Dinamarca. Los españoles empleaban a los esclavos, pero no los arrancaban de África. Obviamente, parte de la riqueza de estos países viene de este negocio que hoy nos resulta vergonzoso. Pero, pedir disculpas ahora es tan ridículo como inútil. Si alguien quiere ser serio sobre las injusticias, ha de corregir las de ahora, que sí están a nuestro alcance. Lo de ir a buscar en el pasado es una manera como cualquier otra de hacerse la víctima. En el caso de The Guardian es aún un poco más vergonzoso porque también lo hace por negocio: el periódico, ansioso por seguir siendo el referente de la izquierda cultural que le lee, se aboca a hurgar en su pasado porque sabe que eso está bien visto, no cuesta nada, y le permite consolidarse en ese papel de abanderado de lo woke.

A mí esto me hace acordar a las señoras de bien que solían poner un puesto callejero benéfico una vez al año para sentir una culpa que olvidarán el resto del año.

Ya me dirán qué justicia restaurativa pueden esperar hoy las víctimas de la esclavitud de un programa a diez años que haga The Guardian, si fueron millones en medio mundo y hace cuatrocientos años. Eso sí, la ciudad donde nació el periódico nada en la abundancia de rascacielos, tras tantos años de riqueza arraigada.

No obstante, habría que recordarle a The Guardian que, salvo en Corea del Norte, las personas no son responsables de las conductas de sus antepasados. Entre otras cosas porque no los elegimos. Nadie escoge a sus padres ni decide dónde nacer. No somos responsables ni de lo bueno ni de lo malo del pasado. En cambio, somos sus herederos irresponsables. Es algo elemental, completamente fundamental, pero los progres lo han olvidado en su afán de sentirse víctimas.

Si de verdad la progresía quiere evitar la injusticia, ha de empezar por combatir los abusos de los países ricos sobre los pobres que están teniendo lugar hoy. Cuando promueven el coche eléctrico, lo hacen ignorando deliberadamente dónde y en qué condiciones se obtienen los materiales básicos que componen las baterías, casi todos controlados por China. ¡Pero es que ir en un Tesla queda tan bien! ¡Es tan ecológico! Eso sí está a su alcance. O no aceptar anuncios de las empresas que venden productos hechos en condiciones inhumanas en el tercer mundo. Pero todos, también ellos, disfrutan comprando cinco pares de calcetines por un euro. O han de limitar las políticas depredadoras del sistema financiero que tiene en Gran Bretaña una de sus grandes bases mundiales y del que The Guardian nunca dice nada.

Intentar arreglar los desaguisados del pasado es fácil porque no tienen solución. Sólo nos permite hacer payasadas, posicionarnos, cacarear sin que tenga efecto alguno en la vida real.

No estaría de más que entendieran que el ser humano es competitivo. Igual que The Guardian quiere ser el mejor periódico y ficha a los mejores pagando más, las empresas británicas quieren tener más beneficios, ganando más que las otras. Cuando vendemos, compramos, pagamos y cobramos; cuando se es facha o progre, cuando se liga, cuando se seduce o se es deportista, siempre se intenta sacar ventaja. Algunos lo buscan con menos agresividad y otros, como The Guardian con esta portada, con más. Siempre todos desiguales. Como lo demuestra esta patulea de charlatanes cuyas retribuciones multiplican por cien la de los trabajadores de su misma categoría en cualquiera de los países africanos de procedencia de los esclavos e, incluso, en todos los receptores caribeños a quienes el azúcar no les aseguró un futuro definitivamente próspero. Unos esclavos, navieros y cosechadores de caña y productores de azúcar que dejaron sus vidas para que los ingleses pudieran tomar el té un poco más dulce, que de eso se trataba. El té dulce de entonces es el Tesla de hoy: mola, venga de donde venga.