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No pretendo ser objetiva y muy probablemente lo que diga a continuación vaya en contra de los intereses de un buen número de contribuyentes baleares, pero es que este verano está siendo un verdadero infierno. Y no, no sólo por el calor (que por suerte nos da ahora mismo algo de tregua), sino por la insoportable masificación.

Entiendo que vivimos del turismo. De hecho, he criticado en numerosas ocasiones a quienes se posicionan frívolamente en contra, muy posiblemente porque se olvidan de que aunque sea de manera indirecta, viven de él. Y comprendo también que después de dos años en los que la pandemia nos dejó económicamente casi en suspenso, necesitábamos un alivio. Pero es que todo tiene un límite.

Parece que el objetivo de este verano era conseguir volver a las cifras de 2019. Pero es que ese año (y los anteriores) ya habíamos sobrepasado ese límite con creces. Los dos veranos de pandemia, quizás hubiesen sido un buen momento para abordar ese análisis permanentemente pospuesto sobre dónde está el punto de equilibrio entre ser una comunidad próspera y una comunidad habitable también en verano.

Hacerlo sin ideología ni demagogia, de manera racional, no quedándose en las meras prohibiciones pero sin ofrecer alternativas. Superando, de una vez, un debate cuyas líneas y quedaron marcadas hace más de dos décadas y en el que todavía seguimos. Una discusión de la que al final sólo quedan expresiones como ‘desestacionalización’ o ‘cambio del sector productivo’ en las que, más allá de estar siempre en el discurso político, nadie ha hecho nada y que, a día de hoy, ya nos aburren.

Este verano, además, en el turismo balear ha habido una convergencia de dos factores que han convertido la situación en excepcional. Por un lado, el alza desbocada de los precios, que hoteleros, restauradores y otros sectores ligados al turismo, han repercutido, a veces de manera injustificada, en el consumidor final. Por otro, unos turistas, tanto nacionales como extranjeros, deseosos -después de dos años- de disfrutar de unas vacaciones sin restricciones, fuera de su casa al precio que fuese.

Por cierto que la cuestión será si el verano que viene estarán dispuestos a pagarlo o si, en una situación económica que se prevé peor en toda Europa, optarán por otros destinos en los que el alza de los precios finales no ha sido tan acusada. Porque hay quien sí entiende que la gallina de los huevos de oro no es inmortal.

En cualquier caso, en estos meses, la vida de quienes residimos en las islas se ha convertido en una carrera de obstáculos, en muchos casos casi insalvables. Un centro de Palma por el que es imposible transitar, vías colapsadas, taxis inexistentes (¿acaso no son un servicios público?), carreteras que se convierten cada día en un vía crucis, playas atestadas, la sensación de que algunos quieren hacer su agosto no sólo con los turistas sino también con los residentes, la atención deficiente y poco profesional, el caos.

Y llegará el otoño. Las mismas calles por las que hoy no se puede andar quedarán vacías, mal iluminadas y tan sucias como ahora. Y quien haya hecho caja esperará que el año que viene sea igual. Y quien no tanta, que sea mejor. Y sin debate, con los mismos mantras que año tras año se repiten, contaremos los meses hasta que vuelva de nuevo el verano. Sin cambiar absolutamente nada.