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El precepto universal de recurrir a los que saben es aplicable a toda ocasión, pero aunque hasta el más tonto sabe que si se estropea un grifo debe acudir al fontanero, al cura si tiene problemas de fe y a una sexóloga si en la cama no sabe qué hacer y se duerme, abundan los casos en los que esta norma de elemental sensatez se olvida. Siendo así que siempre hay que recurrir a los que saben, no a veces o cuando no hay más remedio. No voy a referirme ahora a los expertos y científicos, a los que ya se recurre suficiente en televisión, sino a los mentirosos que dominan profesionalmente ese arte, es decir, a los escritores.

Parece mentira que en esta época de colosales embustes y falsedades, en la que el mundo se gobierna a base de patrañas, fantasías y relatos sin pies ni cabeza, la labor de divulgar mentiras esté en manos de aficionados, normalmente políticos pero también economistas y predicadores. Cuyas trolas no convencen a nadie, pecan de inverosímiles y farragosas, y hacen agua por todas partes. He repetido otras veces que no tengo nada contra las mentiras, a menudo más necesarias que el comer en las sociedades humanas, pero me irritan sobremanera las mentiras malas, chapuceras, improvisadas por gente que no tiene ni idea.

Recurran a los que saben. Si yo fuera presidente de cualquier comunidad, desdeñaría a los asesores de imagen o estrategia y ficharía a autores de novelas históricas para hacer esa tarea, y si fuese director de marketing de una empresa multinacional recurriría a escritores de ficción científica y relatos de terror. Naturalmente, si de mí dependiese la elaboración del relato de un partido político o una marca comercial, me alejaría de los publicistas y formaría equipo con autores autobiográficos, escritores del yo y de autoficciones en general, que como especialistas en inventarse a sí mismos, construyen mentiras exactas diciendo únicamente la verdad. O viceversa, es igual.

¡Ah, la mentira exacta! Si quieres mentir, hazlo bien. La verdad, para qué nos vamos a engañar, no hace libre a nadie; le hace desgraciado. Y en la edad de oro de las mentiras y los farsantes, es una vergüenza que sean tan malas. Recurran a los que saben.