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De todas las brechas que ha abierto la pandemia, la de la edad no es de las menores y es la única que, seguro se curará con el tiempo. Es la única solución conocida a la niñez, la juventud y la madurez: ninguna dura. Tuvimos a abuelos encerrados durante meses sin atreverse a pisar la calle. Niños y adolescentes confinados con más dureza que nadie y la seguridad ante el virus se ha marcado por un estricto criterio de fecha de nacimiento: los mayores primeros. Fue el virus quien empezó esa diferencia al atacar en función de la edad.

La escabechina grande ha sido de mayores. Ahora, de repente, son los jóvenes los que se desatan ante la posibilidad de la fiesta y se anuncia un nuevo lío. Lo complicado de la juventud es que, de todas las edades que se pueden atribuir a alguien durante su vida, es la más nueva. Hasta hace apenas un siglo, en la mayor parte del mundo no se sabía lo que era un joven. Uno pasaba de niño a adulto y allí se las apañe, ya fuera con rito de iniciación o no. Se mataba un león, se pasaba una noche en la selva o se iba a la mili y, a la vuelta, adulto con todas las cargas. Los jóvenes nacieron cuando murieron a millones en las guerras y la generación siguiente se distinguió del resto de la población a todo ritmo. En otras crisis eran los que morían y la desolación era otra.

Luego, el periodo de juventud se extendió a un ritmo incluso mayor al que las administraciones ampliaban la vigencia del carnet joven y los hábitos de joven se prolongan. En esas nos han pillado los viajes de fin de curso, el confinamiento anulado y la subida de la incidencia en esa franja. Del ‘van como locos’ al ‘no hay que estigmatizar a la juventud’ se han ganado el foco en el balcón del hotel COVID. Solo es seguro que los jóvenes que ahora la lían bramarán contra sus sucesores en franja de edad. La brecha generacional comenzará a correr y eso no hay virus ni vacuna que lo evite.