El 14 de febrero de 1997, Diario 16 publicaba que una epidemia de meningitis estaba sacudiendo Madrid y las autoridades la ocultaban. | Archivo

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El 14 de febrero de 1997, Diario 16 publicaba una de esas noticias que ni los propios periodistas imaginaban el terremoto que causaría: una epidemia de meningitis estaba sacudiendo Madrid y las autoridades la ocultaban. Ese fue el inicio de un mes tremendo, que convirtió a cada niño español en sospechoso de ser portador del meningococo; en un asesino a los ojos de los demás. En realidad sólo había habido una docena de casos que, según los protocolos internacionales distaban mucho del mínimo para considerarlos epidemia y exigían sólo medidas locales que se habían adoptado. En España no había vacunas a la venta, excepto en una oficina pública de medicamentos extranjeros, ante la que se formaron colas interminables. ¡Sálvese quien pueda!

En días, España quedó atrapada por el pánico, de manera que prácticamente todas las autoridades, preocupadas por los efectos políticos –o sea, por perder las elecciones–, optaron por las vacunaciones masivas. También en Baleares, pese a que no había motivo. Yo fui a mi médico quien primero me repitió la doctrina oficial. Después, cuando vio que yo tenía una idea de qué estaba ocurriendo, me dijo: «Yo te tengo que decir que vacunes a tus hijas, pero si me preguntas qué haré con mis hijos –más o menos de las mismas edades–, pues no los vacunaré», porque había riesgos derivados.

La democracia y la medicina no casan. Cuando se hacen protocolos para responder a una enfermedad se actúa con la razón y no se pretende ganar elecciones. Cuando un político abre la boca, sólo busca votos. Por eso, todo lo que hacen, también en sanidad, busca seducir: primero calmar los miedos y responder a las expectativas; la salud ya vendrá después. La reacción ante la epidemia de Coronavirus es exactamente eso: demostrar que están ahí, que responden a lo que la gente pide; hacen lo que otros, que eso encubre bien la ignorancia, y sobre todo simulan capacidad de mando. Es más importante cuidarse del miedo –que no mata y por lo tanto se expresará en las urnas– que del virus. Por este motivo, en esta segunda ola no se ha hecho nada para frenar el virus: no se han cerrado los bares, no se ha limitado la movilidad, no se ha prohibido la escuela. Cuatro meses antes, incluso con menos riesgos, se hizo todo lo contrario porque era lo que a la gente le parecía necesario. El miedo manda.

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Armengol lleva desde el 19 de agosto, cuando hubo 56 casos en un día en Santa Maria, anunciando medidas que, finalmente, tras marear hasta la saciedad, ha adoptado muy limitadamente. Sánchez ha huido porque al frente de esta batalla sólo puede perder. En las sedes del Partido Popular, recordando el Prestige, celebran cada día no tener que lidiar con este ‘marrón’.

El miedo no es racional y la medicina, sí. Las decisiones políticas ante el virus son erráticas porque no se basan en la medicina sino en la lógica electoral, adaptándose a los miedos de la gente. Por eso aquí no podemos fumar, en Chile no pueden salir en coche y en Vigo han de caminar por algunas calles sólo en un sentido. Los médicos, en cambio, frecuentemente prescriben lo que no nos gusta, lo que molesta, aquello por lo que nunca votaríamos.

Al final, en Alemania y en Suecia, quienes han dirigido todo esta batalla son el Instituto Robert Koch y la Agencia Estatal para la Salud, cuyos responsables no se van a presentar a las elecciones. Y probablemente por ese motivo conservan la sangre fría. Su lógica es la victoria sanitaria, no la política.

Es evidente que deberíamos haber aprendido de lo que ocurrió en 1997: entonces no era necesario vacunar a todo el mundo; sólo lo hicimos porque la gente tenía miedo. Aquello debió enseñarnos que las decisiones médicas no pueden ser adoptadas en referéndum. El miedo y la democracia no casan. Medicina y política, tampoco. Y hoy hay más aterrorizados que gente.