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La ratificación de la pena capital para Sadam Husein, que deberá cumplirse en el plazo de un mes, no es una buena noticia, sino todo lo contrario. La razón más evidente es que la condena a muerte es una de las lacras que deberían suprimirse de todas las legislaciones, puesto que no existe, en puridad, capacidad humana para decidir si una persona, en razón de los delitos que ha cometido, merece o no vivir. Establecer esa medida es inhumano.

Y no se trata de que el ex dictador iraquí no tenga sobre sus espaldas numerosas culpas. Sus crímenes son execrables. Sadam cometió genocidio, sometió a torturas a sus opositores, acabó con ellos de la forma más despreciable e injusta, limitó los derechos de la población civil, que permaneció sumida en la pobreza mientras a él le rodeaban lujos extraordinarios.

Es pues evidente que debe pagar por los delitos que cometió, que debe responder por todos y cada uno de ellos, que debe hacerse Justicia.

Ahora bien, existen aún elementos que contaminan todo el proceso seguido contra él. Irak sigue siendo un país ocupado por tropas extranjeras, sigue siendo un país en el que, un día sí y otro también, se cometen salvajes atentados, sigue siendo un país casi en estado de guerra civil.

Si lo que se pretende es cerrar un período nefasto de la historia iraquí, no parece ésta ni la mejor forma ni el mejor momento para hacerlo. La muerte del ex dictador, de hecho, puede ser la espoleta que desate mayor violencia si cabe, con lo que la situación se volvería harto insostenible. Es, por tanto, deseable que cumpla con la máxima condena posible, pero que no se llegue a la ejecución, puesto que la pena capital va contra los más elementales derechos humanos.