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Tras una victoria electoral incontestable, el reelegido presidente norteamericano George W. Bush tomó posesión de su cargo en una ceremonia fastuosa de costo astronómico. Quizá lo más llamativo del acto fue el discurso, que suavizó en cierta forma -nunca en el fondo- sus habituales arengas militaristas, en la misma línea en que su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, cuando admitió días atrás los errores cometidos en la guerra de Irak.

Ahora Bush asegura que la seguridad en su país -que, naturalmente, sigue siendo la prioridad para él, como debe serlo para todo presidente de una nación- depende de la libertad de otros países. Es decir, que reconoce que la tiranía y el resentimiento son factores desestabilizadores en cualquier rincón del planeta. Lo que no parece tener tan claro es que desde Washington se ha generado durante décadas mucho resentimiento y se han bendecido y hasta propiciado tiranías.

De cualquier forma, conocidos los pasos de Bush hasta el presente, no es difícil adivinar en qué sentido encaminará este segundo mandato, contando como cuenta con una mayoría reforzada y un apoyo abrumador de sus electores.

No olvidó Bush una referencia a sus aliados, quizá pensando en los problemas tenidos con España y a la renuncia de Francia y Alemania de seguir sus mandatos, insistiendo en la necesidad de mantener la unidad de criterios, aunque también pasó por alto que sus políticas internacionales suele imponerlas de forma unilateral.

En fin, más de lo mismo. Dios y la Biblia fueron menciones constantes en un discurso cuyo mensaje final fue «llevemos la libertad al mundo», una idea que, en boca de Bush puede provocarnos cierta inquietud.