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De nuevo el espinoso tema de la clonación humana vuelve a presentarse en las primeras páginas de la prensa mundial. Ahora es Corea del Sur, donde han conseguido crear células madre embrionarias con fines terapéuticos. Los más optimistas alegan para defender estas tácticas las inmensas y esperanzadoras posibilidades que pueden abrir en el futuro para la curación de enfermedades tremendas -diabetes, parkinson, Alzheimer...- que hoy no tienen cura.

Se trataría, pues, de clonación puramente médica, no reproductiva, aunque a nadie se le escapa que las técnicas desarrolladas por una pueden perfectamente aprovecharse en la otra, más polémica.

La densidad de este mundillo es tal que resulta difícil ponerle fronteras. Por un lado están las posiciones más extremas, que sostiene la Iglesia católica y el presidente norteamericano, George Bush, por ejemplo, que parten de la base de que clonar a un ser humano es una «aberración», sean cuales sean los fines perseguidos. Entienden que el embrión es ya un ser humano y «crearlo» en un laboratorio para convertirlo en material quirúrgico, por así decirlo, es un crimen.

Hay, en cambio, quien se muestra más tolerante con la clonación terapéutica, destinada a aliviar terribles males. Y hay, finalmente, quien abriría de par en par las puertas de la clonación con cualquier destino, incluso el más puro y duro negocio.

Entre una postura y la otra hay un sinfín de posibilidades y todavía resulta una utopía pensar en una legislación coherente a la que se adhieran la mayoría de los países. Mientras las leyes se demoran y los debates éticos se eternizan, la ciencia sigue su curso y cuando menos lo pensemos, presentará resultados sorprendentes amparados en ese vacío legal.