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Tras la liquidación de los regímenes comunistas del Este europeo, desde Europa occidental se vio con claridad que el más elemental determinismo histórico conducía a una apertura hacia esos países orientales. Unos países de endeble economía y por tanto susceptibles de que en ellos se generaran indeseables conflictos. El patético ejemplo de las guerras balcánicas reforzó esa idea de apertura y de incorporación a la Unión Europea de esas sociedades necesitadas de más modernos modos de producción y consumo. Por otra parte, a la Europa rica y poderosa, la de los Quince, no se le ocultaba la existencia de un potencial mercado oriental con el que llevar a cabo prósperos negocios. Se iniciaron las negociaciones, estableciéndose una serie de requisitos previos. Cumplidos éstos y previsto el año 2004 como horizonte inmediato para el ingreso, empiezan a surgir unas dificultades que nunca debieran haberse producido, ya que son consecuencia de una visión mezquina y limitada de la cuestión.

Alemania, Gran Bretaña, Suecia y Holanda llevan ya demasiado tiempo bloqueando las negociaciones de ampliación, aduciendo motivos que sinceramente no parecen de gran entidad; especialmente si los comparamos con los peligros que se derivarían de una interrupción definitiva de las negociaciones. Paralizar las negociaciones por rechazar que los agricultores de los nuevos estados miembros puedan recibir ayudas directas como reciben los agricultores de los Quince, no parece serio. Y no lo es. Pero lo que sí resulta evidente es que la UE ganosa de abrir mercados hacia el Este y muy bien dispuesta en tal sentido, no lo está tanto cuando se trata de apoyar a esas economías, con las que acabará por hacer negocio. Se teme el disparo del gasto comunitario en ayudas a los países de Europa oriental, sin tener en cuenta que también aumentarán los ingresos. Y sobre todo sin calcular que un Este europeo abandonado a su destino se convertiría inexorablemente en una potencial zona de guerra.