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De unos años a esta parte ha crecido de forma notable el interés de los ciudadanos por convertirse en funcionarios. Legiones de aspirantes se ven obligados a sumergirse durante meses o años entre apuntes antes de presentarse a unas oposiciones que cada vez son más durass. Ahora a todo ello hay que añadirle una nueva dificultad: la cada vez mayor exigencia de conocimientos de catalán por parte del Govern, Consells y ayuntamientos. Un hecho razonable que suscita toda clase de controversias, a tal punto que en estos momentos las oposiciones que en su día convocó el Govern balear del PP se encuentran en los tribunales.

Alegan algunos que la exigencia de un nivel de catalán para presentarse a las pruebas pone en entredicho el principio de igualdad, cuestión falaz, puesto que cualquier convocatoria parte siempre de ciertas exigencias que de por sí establecen desigualdades. Otros, con la ley estatal de su parte, argumentan que en las oposiciones a cuerpos nacionales no se exige el catalán, puesto que a ellas concurren aspirantes de cualquier provincia. El asunto es complicado, pero cualquiera estará de acuerdo en que un funcionario debe conocer y manejar con soltura el idioma de la tierra, pues de otro modo no podría desarrollar bien su labor. El problema hay que situarlo en un concepto unitarista del Estado que no se corresponde con la auténtica realidad de la España de las autonomias. No es lo mismo ser secretario de un ayuntamiento castellano que ejercer esta misma función en un municipio de Balears. Aquí existe otra lengua cooficial, la catalana, que cada vez se emplea con más asiduidad en las corporaciones locales. Es lógico y exigible que quien deba dar fe conozca esa lengua. Y lo mismo puede decirse de otros funcionarios. Aunque el nivel de exigencia del idioma no deba ser el mismo, es igualmente coherente que se pida un mínimo conocimiento del catalán para poder establecer una relación fluida con los ciudadanos de estas Islas, que tienen derecho a expresarse en cualquier de las dos lenguas oficiales.