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El fin de la intervención armada de la OTAN en Yugoslavia va a resultar paradójico. Veamos: en primer lugar, fracasaron todos los intentos de negociación, vía diplomática y por los más diversos interlocutores y en foros internacionales. Todo diálogo condujo al más estrepitoso fracaso, incluido el de Rambouillet, donde Milosevic y los suyos sabían que se jugaba la última baza.

Descartada cualquier posibilidad de solución pacífica, se recurrió a la acción militar hasta que Slobodan Milosevic, que había rechazado todas las ofertas, acabó aceptando la de Rusia, que era la que se le había ofrecido desde la OTAN y desde el G-8, en el que está este país. Pero los aliados advirtieron que no suspenderían sus acciones hasta que Milosevic demostrara con hechos la veracidad de sus palabras.

Acertaron, por desgracia, porque a la hora de cumplir los acuerdos los yugoslavos se han dedicado a oponer toda clase de reparos para no cumplirlos. Y, ahora, viene la paradoja: hay que recurrir a toda clase de gestiones diplomáticas para obtener de Milosevic la aceptación de las condiciones impuestas por quienes lo han logrado por las armas. Ahora hay que recurrir a la ONU, pero, con el veto de China en el Consejo de Seguridad, las Naciones Unidas no pueden intervenir si antes no cesan los ataques armados, y ya tenemos la pescadilla que se muerde la cola.

Así que la solución se ha complicado de forma extraordinaria porque parece que todo el mundo tiene voz y voto en esta cuestión, de la que Milosevic saca partido, aunque sea momentáneamente, del hecho de que ni Rusia ni China acepten a los EE UU como vencedor de un conflicto en el que ellos quieren tener su cuota de éxito cada uno. De modo que lograr un acuerdo a tantas bandas es una labor casi de encaje de bolillos.