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Los ministros de Agricultura de los países de la Unión Europea (UE) consiguieron alcanzar un acuerdo por lo que respecta a la política agrícola comunitaria contemplada en la Agenda 2000, aunque el coste de la misma no se ha visto reducido y se sitúa en la nada desdeñable cifra de 52 billones de pesetas. En el fondo, la reforma de la UE pretende la reducción, en los próximos años, de las ayudas y subvenciones que concede al sector agrícola y, también, la consecución de una producción acorde con las necesidades del mercado.

Es evidente que, durante las negociaciones previas, los intereses han sido diversos y que cada uno de los países miembros ha defendido los sectores productivos propios para conseguir que el efecto de la reestructuración tuviera una repercusión lo más leve posible y, además, han tenido sobre sí la enorme presión de las organizaciones sindicales y agrarias. En el caso de nuestro país, el asunto de los viñedos o de la producción lechera, por poner dos ejemplos, han sido caballo de batalla en los últimos meses.

Al margen de las reivindicaciones que puedan plantearse desde los sectores de producción, es preciso cambiar la mentalidad y pensar que estamos en un mercado global que necesita de una planificación de conjunto y que esa es la única manera de conseguir una agricultura de futuro y rentable.

La lucha española ha conseguido que se respeten ciertas cuotas, aunque ya se sabe que a algunos sectores les parecen insuficientes. Pero es que debemos acostumbrarnos a que, en un determinado plazo, los agricultores no dependan de las ayudas de la UE y trabajen con la planificación necesaria para rentabilizar sus producciones, que deberán ajustarse a la demanda del mercado.