Marina J. Ramos durante la fiesta del Holi en la ciudad de Udaipur, en la India.

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Es una de esas experiencias tan intensas e interesantes que pensaba que nunca viviría. Pero sí. Este lunes me metí de lleno en la celebración del Holi en la India, la mayor fiesta de colores del mundo. ¿Se imaginan una guerra de polvos multicolor entre 15.000 personas, sin rastro de seguridad, ingentes cantidades de alcohol, muchos petardos y un elefante en medio de una plaza? Este podría ser solo un escueto resumen de lo que ha sido.

Holika Dahan, la noche de las hogueras o cuando casi me pega un infarto

El Holi es la puerta de entrada a la primavera en la India, aunque aquí las temperaturas ya haga semanas que superan los 30ºC. La fecha va cambiando según el calendario lunar y este año se fijó en el 25 de marzo. La imagen prototípica del holi es la fiesta de los colores, pero lo cierto es que los festejos comienzan la víspera, con la quema de una hoguera o lo que se conoce como el Holika Dahan o el pequeño holi. Es la noche en la que se conmemora el triunfo del bien sobre el mal.

Cuenta la leyenda que una vez existió un rey demoníaco, llamado Hiranyakashyap. Quería por encima de todo ser adorado como un Dios. Su hijo Prahlad, contrario a sus deseos, se convirtió en fiel seguidor de Vishnú (uno de los tres dioses principales del hinduismo). Presa de la ira, Hiranyakashyap ordenó a su hermana Holika que matara a Prahlas. Para ello tendría que coger al pequeño en brazos y meterlo en una hoguera, cuyas llamas solo alcanzarían a Prahlad, ya que Holika contaba con la protección del rey demoníaco. Holika obedeció y siguió el plan, pero las cosas no salieron según lo previsto. El bien prevaleció sobre el mal. Holika murió devorada por las llamas y Prahlad sobrevivió.

La hoguera en el Gangour Ghat de Udaipur, antes de prender. Foto: Marina J. Ramos.

Tras un intenso día recorriendo la ciudad de Udaipur, acabamos a las 22h de la noche haciendo una tortilla de patatas vegana para descubrir este plato a nuestra particular guía local, Chenika. La idea de volver a meternos en el caos del centro, con su tráfico y su gentío, solo para ver arder una hoguera tampoco me entusiasma. Quizá por ese restarle importancia y no saber a lo que voy, me pongo en primerísima fila, a unos 5 metros del alto montón de paja que hay dispuesto en medio de una de las principales plazas. Cientos de personas se amontonan en las estrechas callejuelas de los alrededores. Es un tapón humano.

Prenden la hoguera y aquello parece que va a saltar por los aires. ¡Le han metido petardos a la hoguera! Explotan como si cayera un rayo a cinco centímetros de distancia, cada segundo, sin cesar. En cuestión de dos segundos, entro en modo supervivencia. Temo que las chispas lleguen a alguno de los que estamos en primera fila y que genere una avalancha humana. Somos sardinas en lata expuestas al fuego. Tengo el convencimiento de que voy a morir aquí, así, en Udaipur, quemada. Por instinto y sin pensarlo, doy media vuelta y subo una valla que tenemos detrás. Lo mismo hacen casi todos los que tengo cerca. Acabamos unas veinte personas agazapadas tras el equipo técnico del escenario. «Esto seguro que prende», pienso y miro atrás, al lago. «¿Me tiro?». Casi convencida de ello, asomo la cabeza. Ya no explotan tantos petardos y las llamas han disminuido en virulencia. Respiro y reparo en que tengo todos los músculos del cuerpo temblando.

En los siguientes minutos, los valientes -y probablemente inconscientes- asistentes de primera fila vamos saliendo de nuestros escondrijos. La multitud vuelve a acercarse al fuego, pero esta vez, van dando vueltas. «Hay que rodear el fuego para purificar los malos actos del año y que se queden en las cenizas», nos dice Chenika.

Dhuleti, la fiesta de los colores

El día central de la celebración del Holi y lo que todo el mundo conoce se celebra justo la mañana siguiente de la quema de hogueras. Muchos indios esperan todo el año para disfrutar al máximo de este día, reservado a la fiesta y al juego. No hay rituales religiosos. Se dejan de lado las creencias y las condiciones sociales; hombres, mujeres y niños, sin importar rango, edad ni religión, bailan, se tiran colores en medio de una multitud. Es un festival, sobre todo, de la igualdad, en el que por encima de todo se celebra la vida, volviendo a ser por unas horas un niño.

Sin vergüenzas, la gente va embadurnándose de colores mutuamente. El procedimiento es el siguiente: se pilla a alguien por banda, se le acarician las mejillas con los polvos de color en la mano y, mirándole a los ojos, se le desea «Happy Holi». Los cuatro colores principales representan diferentes conceptos: el rojo refleja el amor y la fertilidad, el azul es el color de la deidad Krishna, el amarillo es el color de la cúrcuma y el verde simboliza la primavera y los nuevos comienzos.

La cosa va degenerando a medida que pasa la mañana y sobre el mediodía aquello ya parece una invasión zombie, con miles de personas deambulando sin rumbo por las calles, ya marrones de tanta mezcla de color, con la ropa echa jirones y algunos, con dificultades del habla de tanto alcohol y drogas.

La India tendrá sus cosas, sin duda, pero el carácter abierto de sus gentes, el que se preocupen tanto por personas de alrededor que quizá ni conocen y que tengan este tipo de fiestas tan fraternales aporta al país y sobre todo a sus habitantes una cualidad especial y hoy en día escasa: la conexión social.