«En la escuela le llamaban Hombre-Queso (no era un hombre sino un muchacho estudiante) y durante las vacaciones de verano (que él no disfrutaba al no tener familia cercana) se quedaba en el pensionado a donde se acercaban, en ocasiones, algunos de sus colegas, pues se subían a los muros del campo de juego, donde le hallaban solo leyendo un libro. Le preguntaban qué le habían dado de comer y él contestaba invariablemente carnero hervido, y en caso de excepción, pudding de arroz… Era costumbre llamar al pobre chico con todas las clases de quesos existentes como el de bola, manchego, gruyère, rocafort, parmesano… Pero aquel día que le dedicaron una fiesta (por ser heredero de una cuantiosa fortuna) pasaron todos al comedor, donde se sirvieron los más magníficos platos. Volatería, lenguas de cordero, mermelada, frutas, tartas, jalea, caramelos, merengues, pastas, de todo lo cual podían comer cuanto querían y a expensas del Hombre-Queso». Es un fragmento de la narración La historia del colegial, de Charles Dickens (1812-1870).
Charles Dickens, ‘El hombre-queso’ y lenguas de cordero al gratén
Este extraordinario novelista tuvo, como muchos jóvenes de aquella época, una infancia triste y se refugió en la lectura
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