Francesc Martínez. | S. Amengual

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Francesc Martínez es uno de los treinta y ocho voluntarios con que cuenta Dime, la Asociación de Voluntarios de Cuidados Paliativos de las Illes Balears. Pudo responder a la entrevista de Brisas cualquiera de ellos, pues las experiencias y el bagaje humano de unos y otros son parecidos. Si Francesc Martínez aceptó erigirse en portavoz del colectivo fue porque considera necesario dar a conocer los fines que les mueven, basados en valores de solidaridad y compromiso ante la fragilidad del enfermo y de su entorno humano más próximo. Actualmente Dime centra sus esfuerzos en el Hospital Joan March y en el Hospital General, que disponen de diecinueve y veinte camas respectivamente para los pacientes terminales.
Cada voluntario dedica una media de cien horas anuales a los enfermos y trabajan en colaboración con el equipo médico correspondiente.
Es, el suyo, un trabajo que exige conocimientos psicológicos y discreción, comprensión y madurez a manos llenas.
A la gente de Dime no la guía ningún ánimo de lucro. Pero Dime es una asociación que crece y necesita ayuda, tanto humana como en aportaciones que garanticen la continuidad de la formación continua de los voluntarios. Su web, la de Dime, es wwww.cuentaconnosotros.es y está abierta a todo tipo de ayudas y sugerencias.

Es un ciudadano cabal. Como otros muchos. Y como otros muchos, digno de admiración por su entrega solidaria. Francesc Martínez (Palma, 1944) fue empleado de banca y ahora es pensionista. Invierte parte de su tiempo libre en brindar compañía y consuelo a quienes se hallan internados en la unidad de cuidados paliativos del Hospital Joan March. Pertenece a Dime (Asociación de Voluntarios de Cuidados Paliativos de las Illes Balears).
Le hablo del valor terapéutico de la palabra. Me responde: Francesc Martínez.- Lo tiene, siempre y cuando se hable lo justo y en el momento oportuno. Por otra parte, los enfermos, a medida que se les resquebraja la salud, ganan en humanidad y sinceridad.
Normalmente buscan descargar la conciencia y nos confían sus temores y sus pesares.
Llorenç Capellà.- ¿Exigen ser escuchados?
F.M.- Sí. Y lo que aprendemos de ellos es impagable. En la mayoría de los casos son de una sinceridad brutal. Además, repasan su propia vida con un cierto distanciamiento, lo que les da una capacidad de análisis extraordinaria. Tanto yo como mis compañeros vamos a la clínica a escuchar, sabiendo que, escuchando, llevamos consuelo a quien lo necesita más que nadie en el mundo.
L.C.- No es fácil lo suyo.
F.M.- Pero podemos y queremos hacerlo. Nos sentimos mejor. Damos un sentido solidario a nuestras vidas.
L.C.- ¿Cómo reaccionó su familia al saberle voluntario?
F.M.- Les rogué, tanto a mi esposa como a mis hijos, que si no estaban de acuerdo me lo dijeran. Pero no hubo objeciones. Sólo uno de ellos me preguntó si era consciente de dónde me metía.
Le dije que sí y ya no se habló más del asunto.
L.C.- Al hacer balance del pasado, ¿pesa más, en el enfermo, la mala conciencia que la tranquilidad de espíritu?
F.M.- ¿Mala conciencia ? No se trata de mala conciencia Aquello que le desasosiega es el sentimiento de culpabilidad por cosas, incluso, que son nimias. Y también la preocupación por los seres queridos que van a sobrevivirle. Aunque parezca mentira, tiene más cosas de las que hablar en los últimos días que en toda una vida. Nosotros fomentamos su relación con la familia.
L.C.- ¿Substituyen al confesor?
F.M.- Bajo ningún concepto. No obligamos al enfermo a hablar.
Simplemente le acompañamos. Además, la mayoría son creyentes, pero no practicantes. Suelen pedir o aceptar, si se les ofrece, la extremaunción. Sin embargo, son muy poco los que se confiesan.
L.C.- Si ustedes no suplen al cura
F.M.- Ya le digo que no. Ni se nos ocurre hablarles por iniciativa propia de temas religiosos.
L.C.- Entonces, ¿cómo los ven ellos, los enfermos?
F.M.- Inicialmente con una indisimulable extrañeza. Luego, nos incorporan a su entorno. Tenemos que actuar con una discreción exquisita para serles útiles. Además, esta discreción nos sale del alma. Nosotros no queremos controlar, dirigir o aconsejar al enfermo. Únicamente queremos hacerle compañía o ayudarle si él lo desea.
L.C.- ¿Y, realmente, quieren compañía ?
F.M.- La inmensa mayoría, sí. Tenga en cuenta que el gran derrumbe físico no suele producirse hasta los tres días antes de la muerte.
A los agonizantes les apretamos una mano entre las nuestras, les acariciamos la frente, les hablamos en voz baja
L.C.- ¿Perciben, ellos, las expresiones de ternura?
F.M.- Seguro que sí. Y les reconfortan. Pero no sólo a los agonizantes.
Tanto da el grado de deterioro de su cuerpo, porque todos necesitan cariño para ahuyentar la soledad. El enfermo incurable, desde que toma consciencia de su mal hasta la muerte, pasa por diferentes etapas. La primera es de negación. Dice que no puede ser, que esto no puede pasarle a él
L.C.- ¿Luego ?
F.M.- Entra en una etapa depresiva que desemboca en un período de negociación consigo mismo. Supongo que busca acomodo emocional para todo lo que le está pasando Finalmente toma conciencia de que lo suyo no tiene remedio y acepta la muerte.
L.C.- ¿Así ?
F.M.- En el 90% de los casos, sí. Hay un pequeño porcentaje que se rebela contra el destino. Bueno ¿qué se le va a hacer ? A estos, a los que se rebelan y añaden un sufrimiento psíquico al físico, se les seda un poco más.

En la Unidad de Cuidados Paliativos el enfermo no sufre. Al menos éste es el objetivo médico. Ahora bien, en ningún momento los fármacos le eliminan la consciencia ”

L.C.- ¿Se les seda ?
F.M.- Entiéndame, no se les droga. En la Unidad de Cuidados Paliativos el enfermo no sufre. Al menos éste es el objetivo médico. Ahora bien, en ningún momento los fármacos le eliminan la consciencia.
L.C.- ¿Cómo se presentan, ustedes, al enfermo?
F.M.- Llamando a la puerta de la habitación. Y ofreciéndonos a hacerle compañía con la mayor humildad del mundo. Hay que vencer su desconfianza inicial, ¿me comprende ? Y en pocos segundos, porque si nos dice que prefiere estar solo, nosotros, por supuesto, no insistimos. Damos media vuelta y nos vamos.
L.C.- ¿De qué hablan inicialmente?
F.M.- Dejamos que ellos tomen la iniciativa. Y casi todos bucean en la infancia. O en pasajes concretos de esta infancia que fueron traumatizantes como, por ejemplo, la guerra civil. No obstante, van desgranando los recuerdos sin angustia ni dolor.
L.C.- ¿Les preocupa la vida eterna?
F.M.- Claro que sí. Unos dejan caer que igual en el cielo se reencuentran con sus padres, porque, los padres, para alguien que se siente desamparado, son de obligada referencia. ¡La infancia y los padres ! También los hay que nos preguntan, directamente, si creemos en Dios.
L.C.- ¿Y qué responden?
F.M.- Cada uno según sus propias creencias. Yo les digo que soy creyente, pero que tengo mis dudas cuando veo las injusticias de este mundo. Las guerras, el hambre, la intolerancia Casi todos me dicen que piensan lo mismo.
L.C.- Los habrá, supongo, que se preocupan por las cosas materiales.
F.M.- Naturalmente. Sobre todo los hombres, puesto que entre matrimonios de una cierta edad la esposa ha dependido económicamente del marido. Los hay que se preocupan, incluso, por dejar al día el papeleo burocrático. El pago del consumo eléctrico, las contribuciones, cosas así
L.C.- ¿Les piden favores?
F.M.- ¿Qué tipo de favores ?
L.C.- Imagíneselo. Si pueden ir al banco a cambiar la titularidad de un recibo o lo que se les ocurra.
F.M.- No es habitual. Pero procuramos que la confianza no exceda los límites de una relación cortés. Es lógico que un enfermo se encariñe con cualquiera de nosotros. Y debemos evitarlo, aunque sólo sea para no herir la susceptibilidad de los familiares.
Tampoco aceptamos regalos. ¿Comprende ?
L.C.- Lo comprendo. Sin embargo, es difícil saber dónde se halla el límite de la confianza.
F.M.- Lo es. Pero si este límite se ha de sobrepasar, que sea por iniciativa nuestra. Le pondré un ejemplo. Un enfermo coleccionaba piedras.
L.C.- ¿Piedras ?
F.M.- Sí, sí, tal como lo oye: piedras. Pues bien, en casa yo tenía una preciosa, de sa Dragonera, y se la regalé. "És per a mi ?", me preguntó. Y lloraba. Ya ve, lloraba por una piedra.
Y es que una persona que lo está perdiendo todo tiene la sensibilidad a flor de piel.
L.C.- ¿Se muere en soledad?
F.M.- Supongo que sí, pero lo peor para el enfermo es no contar con un entorno afectivo. Recuerdo a uno que estaba solo, no tenía a nadie. Ni familia, ni amigos ni vecinos ¡A nadie! Para colmo no podía hablar. Así que tuvimos que comunicarnos con la mirada.
Y lo conseguimos. Mirándonos fijamente nos expresábamos toda clase de sentimientos: solidaridad, miedo, tristeza, comprensión
L.C.- ¿Qué hace usted con sus emociones cuando abandona el hospital?
F.M.- Las dejo en la puerta.
L.C.- Pero habrá llorado más de una vez.
F.M.-Y dos y tres. Siempre de pena. Aunque alguna vez de orgullo o de satisfacción. Recuerdo a un anciano en los estertores de la muerte. Su hijo no pudo resistirlo y salió al pasillo. Le seguí y estaba destrozado. Me dijo que se habían querido muchísimo y que no podía ver cómo se iba. Yo le dije que recapacitara, pues igual su padre, en la agonía, se daba cuenta de que no le tenía cerca. Y volvió a la cabecera de la cama. Entonces
L.C.- ¿Entonces ?
F.M.- Discúlpeme, porque me emociono. Entonces el anciano abrió los ojos, sonrió al hijo y expiró. Todos los presentes nos quedamos petrificados. La voluntad, o la capacidad de amar, puede imponerse, siquiera sea por un instante, a la propia muerte.
L.C.- No hay muerte gozosa, ¿verdad ?
F.M.- No. Pero sí apacible. Yo hago por los demás lo que desearía que alguien hiciera por mí. Que me cogieran de la mano, que me dispensaran una caricia
L.C.- No piense en ello. Usted tiene una salud de hierro.
F.M.- Claro que sí. Soy un excursionista asiduo. Y he practicado el fútbol, el tenis Según pasan los años, el cuerpo me dice la actividad física que puedo practicar. ¿Ahora toca excursionismo ? ¡Perfecto! En la montaña me siento libre. Tenga en cuenta que pasé media vida bajo la Dictadura. Sacralizo la libertad.
L.C.- Le entiendo perfectamente.
F.M.- Con diez años pude ir a un colegio de pago, el de Montesión, gracias a una beca. Mi padre era vendedor ambulante. Y allí tomé conciencia de clase y de la losa que suponía para los pobres aquella libertad controlada. En Montesión estudiaban los hijos de la nobleza, de los ricos, de los ganadores de la guerra Y yo les servía el almuerzo, porque tenía que corresponder a su caridad.
L.C.- Ya.
F.M.- Y además debía dar ejemplo de buen comportamiento. Así que si me saltaba la confesión y la comunión diaria, el preceptor me pedía explicaciones. Aquel ambiente era irrespirable. Me fui antes de acabar el bachillerato superior, porque los demás alumnos ya discutían sobre la conveniencia de estudiar medicina o arquitectura, esto o aquello ¿Qué hacía yo, entre ellos, si en casa no tenían dinero para enviarme a la universidad ?
L.C.- Me ha dicho que se aprende de los enfermos.
F.M.- Mucho. Ya no esperan nada del mundo, así que se expresan en un lenguaje directo, sin hipocresías. Además, me han enseñado a relativizar los problemas. Uno puede ser esporádicamente feliz a veinticuatro horas de la muerte. Parece ilógico, pero es así.
L.C.- Le creo. Pero los habrá que le han hecho un corte de mangas a la vida.
F.M.- Seguro. Y yo traté a uno de ellos. Era un sesentón huraño, no quería visitas. Sin embargo, y contra todo pronóstico, aceptó mi compañía. Me contaba que en su pasado sólo había tragedia
L.C.- ¿Y usted ?
F.M.- Le escuchaba. Una mañana, al entrar en la habitación, vi que había empeorado. "Estamos mal, ¿verdad ?" Se lo dije en un tono desenfadado, más que nada para romper el silencio. "Si ya lo sé, que lo mío no tiene remedio", me respondió. Así que me dispuse a consolarle.
L.C.- Continúe.
F.M.-"Estoy harto", me dijo. Y continuó hablando: "Y ¿sabes qué ? ¡A la mierda todo !"
L.C.- Como si lo viera. En este momento realizó el corte de mangas.
F.M.- Exacto. No dijo más. Y a la mañana siguiente murió.
L.C.-
F.M.- Pero fue una excepción. La gran mayoría de enfermos mueren en paz.
L.C.- ¿Cuántas noches de insomnio habrá pasado usted ?
F.M.- No muchas. Pero me despierto en una hora cualquiera de la madrugada y me pregunto "Deu ésser viu encara...?" Luego me esfuerzo por conciliar el sueño. Las personas estamos de paso y hay que desdramatizar la muerte.