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Historiadores y antropólogos aseguran que puesto que los animales, y sobre todo los simios, ya jugaban antes de que existieran homínidos, el juego es un invento de la biología y no de ningún ser humano. El juego es previo al lenguaje, y más viejo que la cultura, explicó el gran estudioso Johan Huizinga en su famoso libro Homo ludens de 1938, ya que casi todas las criaturas anhelan cosas que no pudiendo alcanzarse en la realidad, sólo se satisfacen en la ficción y la broma. Y como el juego puede repetirse una y otra vez, y está más allá del bien y del mal en el ámbito de la estética, serían esos juegos espontáneos los que inventaron la cultura humana, y no al revés. No vamos a discutir a los expertos si fue primero el huevo o la gallina (primero fue el juego), pero lo indiscutible es que si nadie inventó el juego, alguien tuvo de inventar pronto las reglas del juego, que sí son la madre del lenguaje, la cultura y la civilización. De todo, nada menos. La política, la literatura, la filosofía, el cine y la tecnología digital, son juegos. Hasta las matemáticas lo son. Y como cada vez hay más juegos, y se idean nuevas actividades lúdicas de entretenimiento, con o sin pelotas, de mesa o al aire libre, y todo el planeta es ya un terreno de juego muy competitivo y espectacular, cada vez hay más reglas. Millares de reglas (la cultura, en fin), puesto que sin reglas del juego, como ya intuyeron algunos remotos antepasados, no hay juego. Esas reglas pueden ser arbitrarias, ya que quien inventa el juego impone sus reglas, y aunque son inexorables no suelen ser severas, pues sólo afectan a lo que ocurre en el terreno de juego, no en la realidad, y la máxima penalización es no dejarte jugar por un rato. La ley del juego es ajena del resto de leyes, humanas, divinas o físicas. Para eso jugamos. ¡Sólo es un juego, es broma! Me estoy figurando un troglodita juguetón explicándole a la tribu: «Ahora figura que yo soy el jefe…». Milenios después, un audaz guerrero o un príncipe renacentista podría perfeccionar esas reglas primitivas, pero no demasiado o se perdería la esencia del juego. Ah, las reglas del juego. ¡Lo inventaron todo! Y si no te gustan, no pasa nada. No juegues.