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En la Antigüedad nada había más sagrado que el oráculo. Los reyes se volvían locos por saber lo que iba a pasar. Adivinar el futuro equivalía a ganar guerras, conquistar territorios y riquezas y garantizar la continuidad de la dinastía a través de un heredero sano. Se idearon mil métodos, a cuál más imaginativo, para garantizar esa sabiduría oculta que abría una puerta a lo venidero. Hoy tenemos organismos carísimos, supranacionales, que han heredado esa tarea y, a veces, parecen igual de cenizos que las moiras de la antigua Grecia, que determinaban el destino de cada mortal. Uno de esos es el Fondo Monetario Internacional, auténtico descifrador de los mensajes oscuros de la bola de cristal. Ahora vaticina que subirá la inflación y el precio del petróleo, mientras los tipos de interés seguirán altos si la guerra en Israel se prolonga. Ya son ganas de amargarnos el verano o, quién sabe si los próximos años. Porque lo de Ucrania anda ya por su tercer año y lo de Gaza vaya usted a saber. Y lo dicen como si alguno de nosotros tuviera una varita mágica para imponer el final de un enfrentamiento que no tiene otro origen que el 7-O. Tiendo a pensar que en el minuto uno en que los terroristas que dirigen la Franja entreguen a todos los secuestrados la cosa cambiará drásticamente. Si se entregaran ellos ya sería la bomba. Pero eso es soñar. Quien construye su poder sobre cadáveres, mujeres violadas y niños descuartizados no se ve a sí mismo como lo que es. Para eso está el discurso patriótico o religioso, que prefiere decorar la horrible realidad con palabrería como mártires, héroes o chorradas por el estilo. Quizá el FMI, que tanto se preocupa por nuestro destino, debería dirigirse a ellos.