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En los setenta, cuando España se había subido al fin al tren del progreso y la modernidad, los hábitos de los abuelos empezaron a considerarse un horror. Aquellas mujeres viudas vestidas de negro, con pañuelo en la cabeza y un moño apretado, el anciano con boina y bastón, desdentado, que comía borrajas con alubias… todo lo nuestro se transformó en tabú porque había que reinventarse como nación europea del siglo XX. En pocos años la pesca de anchoas y sardinas, no digamos ya los deliciosos chicharros, se convirtieron en desperdicio, abono para las huertas. Ningún consumidor bien los quería. Ni regalados. Había que comer merluza, lubina o lenguado, infinitamente más refinados. ¡Ah! Y cóctel de gambas y chuletones, que eso es cosa de ricos. Los médicos, además, decían que la grasa del pescado azul era malísima. Así se abandonaron la mayoría de las buenísimas costumbres nutricionales de nuestros antepasados. La repugnante comida rápida y ultraprocesada entró en nuestras vidas para quedarse. Hoy comprobamos los efectos en un alud de enfermedades crónicas que amargan la vida a millones de personas, colapsan la sanidad pública y son, eso sí, un maná inextinguible para las grandes farmacéuticas. Así que ahora nos vienen a decir que hay que regresar a las anchoas y las sardinas, fuente de salud, porque el exceso de consumo de carne ha provocado un río de muertes prevenibles que provoca escalofríos. Yo creo que las anchoas y las sardinas deben estar bastante tranquilas, haciendo su vida en el mar. Porque la gula las llevó al borde de la extinción no hace tanto y solo gracias a unas vedas drásticas han podido recuperar su población. Comer sano está muy bien, pero no puede limitarse a ser una moda.