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Un verdadero líder demócrata debería ser un mediador entre el pasado y el futuro. Su intuición le llevaría a señalar qué parte del pasado hay que conservar y qué parte procede olvidar. Un líder democrático mira al futuro controlando la tentación de dictar en solitario la hoja de ruta a seguir y por eso, llegado el caso, tiende la mano a sus adversarios a los que ni concibe ni señala como enemigos.

Tuvimos ejemplos de liderazgos políticos durante la Transición construidos sobre la voluntad de cerrar heridas. Adolfo Suárez, que subió al escenario representando la continuidad del régimen que había creado una dictadura, buscó la redención construyendo un marco político democrático. En la izquierda, Santiago Carrillo y Felipe González dieron ejemplo de liderazgos dotados a partes iguales de sentido de la medida y de pragmatismo, evitando la tendencia a elegir el rumbo que podía conducir a repetir el enfrentamiento que había llevado a la Guerra Civil a la generación anterior.

Josep Tarradellas, el presidente de la Generalidad de Cataluña que permaneció en el exilio durante la dictadura, a su vuelta dio pruebas sobradas de ése tipo de liderazgo que conduce a restañar las heridas causadas por la política. Su ejemplo no ha encontrado réplica entre quienes siguen alimentando un nacionalismo que deliberadamente conduce al enfrentamiento y qué ha encontrado un aliado en un político como Pedro Sánchez que ha hecho de la prédica de la discordia un credo político en la idea de que se puede gobernar un país promoviendo la división y agitando los fantasmas del pasado. Decía hace poco Alberto Núñez Feijóo que tenemos la peor clase política en los últimos cuarenta y cinco años. Puede que no le falte razón.