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Cuando se pronuncia la palabra ‘ennui’ visualizo la imagen de una persona –una mujer joven– de pie, mirando a través de una alta ventana cómo cae la lluvia en una tarde otoñal. La escena tiene un aura de melancolía, de aburrimiento, de no tener ganas de hacer nada y, a la vez, de cierto grado de ansiedad porque, en el fondo, la joven parece querer culpar a la lluvia por chafar sus planes, cuando no tenía ninguno y apenas conserva energía para crearlos. Supongo que cuando intentamos traducir un término en una lengua extranjera que no tiene un significado único, cada uno de nosotros verá algo diferente. Es Disney quien ha sacado a la palestra esta palabra francesa, tan decimonónica, para incluirla en su nueva película de animación.

El aburrimiento, la apatía, esa inercia perezosa que nos lleva a no querer hacer nada o, quizá, a no sentir entusiasmo por nada, es algo que todos hemos vivido. A las madres de antes era algo que les ponía en guardia. Ver a tu hijo hecho un ovillo en el sofá, languideciendo, con cara de asco, sin interés, les hacía preocupar. Para mí, en cambio, es casi un modo natural. Dependerá del temperamento de cada uno, supongo. En ese estado casi vegetativo del cuerpo es cuando la mente está más despierta. En ocasiones ni siquiera eres consciente, porque vives presa de la somnolencia, pero tu cerebro nunca descansa, ni siquiera mientras duerme.

En esto hay dos clases de personas, las que necesitan como una droga el movimiento, la acción, la agitación constante, los gritos, las carcajadas, la juerga y el mogollón para sentirse vivas. Son las que sufrieron tanto durante el encierro de la pandemia. Y quienes casi serían felices como cartujos en el silencio, la quietud y el ennui.