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Tiendo a creer que, más allá de ideologías, creencias religiosas o firmeza moral, la inmensa mayoría de los mortales caeríamos de bruces en la corrupción si contemplásemos ante nuestros ojos un caudaloso río de dinero que parece no pertenecer a nadie. Cuando leemos que un ciudadano honrado ha entregado a la policía un sobre lleno de billetes que encontró en algún lugar, sabemos que tendríamos complicadas disquisiciones mentales en caso de hallarnos en esa situación. Y generalmente nos admira que aquel reaccionase así, porque ¿quién es tan fuerte para rechazar semejante regalo del cielo? Algo parecido deben pensar los políticos que caen de cabeza en las mil y una tramas corruptas que alfombran las instituciones de nuestro país. El dinero público es una entelequia con vida propia. Es de todos, pero no es de nadie. Y parece que muchos piensan que robar un poco no hace daño a las arcas públicas, tan abundantes siempre. El año pasado el Estado repartió 386.000 millones de euros aquí y allá. Rasguñar un par, o un par de cientos, resulta casi irrisorio. De ahí que en cualquier ámbito en el que se mueven cantidades estrafalarias de dinero aparezcan los chorizos con las manos largas. Desde los de la federación de fútbol hasta los sindicatos, de los ministerios a los que compraron las mascarillas, de las empresas públicas a los modestos presupuestos de pueblo. El engaño, la trampa, la listeza y la jeta están en el ADN de la raza española y por eso resulta ridículo pensar que los de izquierdas son más ladrones que los de derechas o viceversa. Cuando en el cajón de tu mesa hay millones, la ideología, los mandamientos y hasta el dedo amenazador de tu padre se desvanecen.