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Es una buena noticia cumplir años, pero hay una fase de la vida donde cumples años sin saber hacia dónde vas. Cuando te diriges a los 18 piensas en novias, trabajo, resacas, estudios y en ser futbolista profesional. Superados los 25 empiezas a meterte en hipotecas, te casas, sigues acumulando resacas y ya sabes que no serás futbolista profesional. A los treinta quieres una casa mejor, un coche más potente y un trabajo estable que te permita tener la plataforma de turno para ver partidos de fútbol uno tras otro y pensar en lo que te perdiste por no tener talento para ser futbolista profesional. Eso se alarga una década más y sin darte cuenta te plantas en los cincuenta, con una vida más o menos organizada, pero en zona de nadie. Que es donde juegan los futbolistas que ni fu ni fa. Eres joven para la jubilación y empiezas a sentirte viejo para hacer lo que no has tenido tiempo de hacer hasta ahora. Yo, que tengo esta edad, ya no aprenderé a tocar la batería, tampoco creo que llegue a aprender inglés y ni mucho menos alemán y hace siglos que no tengo una resaca en condiciones dignas. La actitud ante la vida es otra. Echas la vista atrás y empiezas a acumular recuerdos, algunos confusos, otros borrosos y otros sencillamente forman parte solo de tu imaginario. Al final suele ser siempre mejor lo que recordamos que pudo haber pasado que lo que pasó en realidad. Y entonces te miras al espejo y te dices a ti mismo: «Soy un tipo maduro. He madurado» y seguidamente te sientas en el sofá, pillas el mando de la tele y te das cuenta de que lo que importa realmente es ser realista en tus objetivos y la actitud que tomes ante la vida. Y vas y te pones un partido de Segunda División, porque somos unos enfermos. Eso sí, maduros, claro.