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Hace unos días todos los periódicos reflejaron los resultados de un estudio a escala mundial que alerta sobre los problemas demográficos que tendrá el planeta en 2050 y en 2100. Este tipo de investigaciones siempre me resultan risibles, porque estoy segura de que en 1924 nadie podía ni siquiera imaginar lo que finalmente ocurriría en el año 2000 y, del mismo modo, nosotros somos incapaces de saber cómo será la vida dentro de 74 años. ¿Qué catástrofes ambientales o naturales habrán ocurrido? ¿Qué nuevos inventos o descubrimientos habrán dado la vuelta a la tortilla? ¿Qué evolución sufrirán las religiones, la política, la economía, la tecnología? ¿Quién es capaz de asegurar que Estados Unidos, Canadá, la vieja Europa, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda seguirán siendo países potentes y punteros? Es impredecible, así que extrapolar las tendencias actuales a esa distancia resulta bastante tonto. Lo que hace el estudio es magnificar lo que ya está ocurriendo. Es decir, las mujeres de los países desarrollados tienen cada vez menos hijos y las de zonas atrasadas y dominadas por la religión siguen pariendo al ritmo que marca la naturaleza. Quizá, me lo estoy inventando, llegue un momento en que los estados más ricos decidan pagar un sueldo generoso de por vida a cada mujer dispuesta a tener tres o cuatro hijos y millones se apunten. O, tal vez, en esos países tercermundistas las mentalidades avancen y los anticonceptivos proliferen y decidan tener uno o dos hijos, como hacemos hoy nosotras. Quién sabe. Lo que sí sabemos es que nuestra madre Tierra seguramente estará encantada si en conjunto nos reproducimos menos y la población empieza a mermar, porque el avance actual es un suicidio colectivo.