TW
0

Corría el año 1944 cuando, en la fría noche del 24 de marzo, una escuadrilla de bombarderos de la Royal Air Force británica lanzó cinco toneladas de bombas sobre Berlín, la capital del III Reich de Hitler que agonizaba. En uno de los aviones volaba el joven Nicholas Stephen Alkemade, que como veremos más adelante era mitad sargento y mitad gato. O todo felino. De repente, un grupo de cazas Junkers JU88 nazis salió tras ellos y el aparato de Nick, que así le llamaban sus amigos, quedó envuelto en llamas. El militar fue en busca de su paracaídas pero descubrió, desolado, que también ardía. Era el final. El joven se asomó desde la portezuela, a 6.000 metros de altura, y no tuvo muchas dudas: si continuaba en el avión acabaría ligeramente chamuscado. Así que no se lo pensó dos veces y saltó al vacío: «Que sea rápido», rogó. Y no lo fue porque recorrer seis kilómetros lleva su tiempo, pero cuando aterrizó, Nick comenzó a golpear las frondosas ramas de un abeto. Luego se estrelló contra el suelo, con medio metro de nieve. Tanto polvo blanco no se ha visto ni un viernes por la tarde en Son Banya, así que aquel manto le protegió y milagrosamente solo se lesionó un pie. Los alemanes que le capturaron, lógicamente, no se creyeron nada, pero antes de fusilarle otros aviadores corroboraron su historia, así que lo dejaron libre con un certificado de autenticidad: «Si no, no te va a creer ni Dios». Ya acabada la guerra, cuando trabajaba en una fábrica, una viga gigante de acero le cayó encima. Pensaban que solo encontrarían trocitos suyos, pero Nick apenas sufrió un chichón. Más vidas que un gato.