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Estoy convencida que desde el poder resulta fácil crear una corriente de opinión que acabe por ser mayoritaria y marcar así el devenir de los acontecimientos. Se ha hecho desde los lejanos tiempos del imperio romano, y no ha dejado de perfeccionarse. Desde la cúpula todos los resortes de la conciencia colectiva están a su disposición, desde la escuela a los medios de comunicación, pasando por el cine, las series e incluso la literatura, con modas que hacen que todas nos cuenten lo mismo. ¿De qué hablan la mayoría de las películas, series y novelas de éxito hoy? De asesinos en serie, psicópatas y distopías en las que la Tierra ha quedado arrasada y una gran dictadura global gobierna lo poco que queda de la civilización. Hasta el matrimonio Obama ha producido su propio film sobre este asunto en Netflix contando con grandes estrellas para protagonizarlo.

Bastante flojo, por cierto. El caso es que desde hace unos meses, al principio de forma soterrada y ahora ya a gritos y sin ningún disimulo, los mandamases del mundo están lanzando mensajes sobre la urgente necesidad de rearme. La invasión de Ucrania fue el principio y el cristo montado en Israel ha supuesto la guinda de este pastel militarista que, no lo olvidemos, supone un negocio redondo y fabuloso para muchas empresas.

¿De verdad alguien cree que Rusia desea invadir Finlandia, o los países bálticos, o Polonia? Tal vez yo sea la ingenua número uno del planeta, pero siento que Putin solo quiere tomar lo que es suyo, entre comillas, y no parará hasta conseguirlo. Los desesperados llamamientos a gastar más dinero en armas solo contribuirán a crear esa atmósfera prebélica que, por desgracia, Europa ya ha vivido en el pasado. Con resultados nefastos.