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Una de las grandezas de la nueva generación es que van a conseguir erradicar eso tan asqueroso de examinar, comentar y juzgar el cuerpo y en general el aspecto físico de los demás. Igual que nosotros –no todos aún– estamos en la cruzada de desterrar esa costumbre horrible de menospreciar a quien tiene capacidades distintas a las de uno con palabras para mí prohibidas, como subnormal. Cuando todavía las escucho se me ponen los pelos de punta y sé de inmediato que el que las pronuncia es un imbécil. En fin, que está muy bien eso de dejar que cada cual sea como le dé la gana. Con kilos de más, de menos, con el pelo verde o calva, lleno de piercings o con ropas estrafalarias. ¿A quién le importa? Detrás de un rostro, de una barriga, del atuendo, hay una persona, un ser humano que será mejor o peor, pero nunca por su aspecto, sino por lo que guarda dentro, sus valores, su forma de pensar y de comportarse, lo que quiere compartir con el mundo, lo que es capaz de dar. Esto es algo que han comprendido de forma innata los más jóvenes y que, en cambio, nosotros todavía nos resistimos a ver, cegados por las apariencias.

Lo he comprobado esta semana en conversaciones triviales y en las redes sociales, donde supura sus peores venenos lo más bajo de la sociedad, a raíz del 8-M y las imágenes que se publican de las manifestaciones. Nadie –NADIE– ha destinado dos minutos de su existencia a analizar las motivaciones del feminismo, qué quieren, a qué aspiran, qué cambios proponen, a quién favorecen. Lo importante parece ser si las mujeres que sostienen la pancarta son guapas o feas, están gordas o delgadas, visten adecuadamente o no, qué peinado llevan. Lo que demuestra que el feminismo es más necesario que nunca.