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Cualquiera que pierda un par de horas ante los programas informativos de la televisión o lea el periódico se habrá dado cuenta de que, o bien nos quieren mantener atemorizados, o bien el mundo se ha vuelto loco. Los casos de violencia, incluso de violencia extrema, se multiplican. O eso nos cuentan. Dicen que los profesionales de la Sanidad padecen hoy casi un sesenta por ciento más ataques violentos que décadas atrás. Algo parecido les ocurre a los docentes y no son pocas las jóvenes que soportan toda clase de vejaciones por parte de sus novios. No hablemos de la violencia de género, que nos dispensa cada semana un nuevo asesinato. Y aún podríamos darnos por aliviados, ya que en otros países las cifras son escalofriantes. Catorce de los veinticinco países del mundo con más feminicidios están en América Latina. Si en España la tasa alcanza el 0,2 por cada cien mil, en Honduras se eleva al 6. Amigos y conocidos relatan a menudo peripecias de las que han sido testigos en las calles de Palma, donde algunos puntos se han convertido en territoriocomanche, con agresiones, peleas y pequeños delitos protagonizados muchas veces por adolescentes. Es probable que la pandemia dejara medio taradas a algunas personas, la epidemia de consumo de drogas tampoco será de ayuda, pero la gran pregunta es por qué. ¿Fruto de una educación permisiva? ¿De la insoportable presencia de escenas violentas en el cine, las series y las redes sociales? ¿Del fin de la represión que antaño ejercían las autoridades, civiles, militares, eclesiásticas, en la sociedad? El mundo es hoy un lugar mejor, ¿verdad? Y sin embargo miles son presas de la crispación y la exteriorizan a través de la violencia. ¿Qué hacemos con ellos?