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Una de las cosas más tristes que ocurrieron durante la pandemia fue la prostitución de la palabra libertad. Cualquier persona medianamente inteligente sabía, antes de marzo de 2020, qué es la libertad. A partir de ese momento solo podíamos ser libres si nos dejaban ir de bar en bar, de restaurante en restaurante y de discoteca en discoteca, sin horario y sin objetivo. Solo por moverse, por salir, por estar en la calle.

La casa, eso que algunos consideramos el auténtico santuario, el refugio, el mayor lujo que se puede disfrutar -soledad, silencio, tiempo libre, descanso, autoconocimiento- pasó a considerarse una prisión de la que había que escapar a cualquier precio. La cerveza se convirtió en la llave de la liberación y las terrazas en los nuevos templos de esta religión ridícula cuya máxima abanderada es una persona que brilla por su escasa inteligencia, Isabel Díaz Ayuso, adalid del empresariado hostelero y de ese nuevo concepto de libertad.

Ahora, Yolanda Díaz pretende meterle mano a ese sector y a los demenciales horarios españoles. Esa repugnante muestra de la idiosincrasia nacional que no representa nada más que la esclavitud para millones de trabajadores, sometidos a jornadas de mierda con salarios de miseria. Vaticino que no lo logrará. Los hosteleros de un país que vive del turismo son un ejército formidable.

¿Aceptaremos algún día terminar el trabajo a las cinco de la tarde? ¿Cenar a las siete y media? ¿Ver una película a las ocho? ¿Acostarnos a las diez? Spain is diferent, ya lo decía Fraga. Diferente y peor, añadiría yo. Para Ayuso, el modelo europeo es puritano, sin alma y aburrido. Andar siempre alcoholizados, haciendo bulla y molestando a los vecinos es, en cambio, divertidísimo.