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Los islamistas de Marruecos están en pie de guerra porque el gobierno de su país pretende escuchar el reclamo de las feministas, que piden cambios fundamentales en las leyes para proteger a mujeres y niños y acercarse, aunque sea un poco, a la vida que corresponde a los tiempos que corren. Son cuestiones que en los países occidentales nos parecen de cajón, algunas superadas hace décadas y otras siglos atrás, pero que allí pican, y mucho, a los más tradicionales, que basan su vida en el cumplimiento a rajatabla de los preceptos religiosos. La prohibición del matrimonio infantil y la poligamia, que escandalizan a cualquiera en Europa, son dos de los asuntos que rechazan estos radicales, como el aborto o que las hijas también puedan heredar bienes a la muerte de sus padres. Dice el líder del principal partido islamista que aceptar cosas como estas, para nosotros completamente naturales ya, destruiría la familia musulmana y amenaza con movilizar a millones de personas para protestar contra esa posibilidad, algo que ya hicieron años atrás cuando se plantearon reformas sociales. Se trata de una fuerza política minoritaria, el partido Justicia y Desarrollo, pero refleja el sentir de una parte de la sociedad que se aferra a las tradiciones más antiguas, aunque exija las comodidades y adelantos del siglo XXI en temas como la sanidad, comunicaciones, carreteras o tecnología. Contradicciones que persisten en todas las áreas del mundo -entre nosotros también, en determinados individuos y familias- donde unas creencias supuestamente espirituales, ancladas en tiempos remotos, acaban por condicionar el estilo de vida y el desarrollo de personas que, a la postre, no tienen ni voz ni voto. Porque no se lo permiten.