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En los colegios antes te sentaban por orden alfabético. La primera letra de mi primer apellido es una de las últimas del abecedario. Así que he pasado toda mi educación sentado al fondo de la clase. Un día, era final de curso, el profesor de turno sin decir nada escribió las preguntas del examen en la pizarra negra con tiza blanca. Hasta aquel momento yo pensaba que veía bien. Aquel día me di cuenta de que mi compañero de la otra fila leía perfectamente unas preguntas que yo no atisbaba ni frunciendo el ceño. Me levanté para ver si veía mejor y me llamaron la atención por ponerme de pie. En voz baja pregunté las preguntas a mi compañero y me echaron del examen por hablar. Aquella tarde fui al oculista y esa noche me acosté con gafas. Desde entonces, como el lobo feroz, llevo dos cristales delante de los ojos para verte mejor.

Cuatro décadas después, la neófita ministra de Sanidad que además sabe de sumar, dice que las gafas van a ser gratis. Esta va a ser la nueva apuesta de la sanidad pública. Como cuando regalan pastillas con receta médica o distribuyen preservativos educativos o reparten mascarillas socioafectivas. Ahora llegan las gafas para todo el personal. Porque de las gafas no se libra casi nadie. Primero financiarán las gafas infantiles con la compra del primer móvil. Luego pagarán las monturas adolescentes para los millones de jóvenes miopes que crearán las pantallas digitales. Después vendrán los vidrios tintados para el sol. Y al final, con la llegada de la edad presbiteral, las lentes de vista cansada.

¡Llegan las gafas gratis! Aunque todavía no sabemos si podremos elegir modelo o todos vamos a lucir monturas iguales. Me pregunto qué será lo siguiente gratis. Unos pantalones gratis, unas camisas gratis, unos zapatos gratis. ¡Qué bien se está en el Estado gratis del bienestar!