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Se airea estos días en la prensa el litigio que los Cassirer, una acaudalada familia judía alemana, mantienen con el Museo Thyssen para «recuperar» un cuadro del judío franco-danés Camille Pissarro, Rue Saint-Honoré, après midi, effet de pluie, que el artista pintó en el entonces rabiosamente moderno París de 1897 y cuyo marchante vendió en 1900 a Paul Cassirer. El asunto está en boca de todos y se anima con expresiones como «el cuadro robado» o «la obra expoliada» por los nazis. Lo cierto es que su antaño legítima propietaria, Lily Cassirer, vendió este cuadro en 1939 a las autoridades hitlerianas por 900 marcos, el equivalente a 500 dólares, a cambio de un pasaporte que la llevara a Londres y la librara de terminar en un campo de concentración. En la equivalencia actual supondrían unos once mil dólares. Todos le tenemos un gran amor al arte, pero en general nos gusta todavía más salvar la vida. El cuadro reapareció en una subasta en 1943, donde se vendió por 95.000 marcos, cien veces más, y fue visto en varias galerías estadounidense. En 1958, Lily Cassirer fue compensada por el Gobierno alemán por su pérdida con 120.000 marcos, una forma tácita de renunciar a su supuesta propiedad. En 1976, el barón Thyssen adquirió la obra para su famosa colección. Hasta aquí el periplo. Hoy, los herederos siguen empeñados en recuperar ese cuadro. Nada que objetar, debe de ser un objeto muy preciado por la familia. ¿O quizá su desmedido interés estriba en que ahora la Rue Saint-Honoré, après midi, effet de pluie está valorada en 58 millones de euros? Me pregunto qué habría ocurrido si esta pintura careciera de valor comercial. Si fuera, simplemente, una antigua posesión de la abuela a la que guardas cariño.