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El lienzo de la calle está sucio. Los adoquines huelen a orines y sobre ellos no hay tiza que se seque. Los muros callejeros han sido tomados por un desorden de grito sordo, estúpido, chato y feo. No va a ninguna parte. Es la expresión del vacío y la idiotez en la que estamos sumergidos a diario. Por eso, cuando me he tropezado estos días con humildes pasquines, folios de din a4, aferrados a una farola, con frases que no son jerga Tik Tok, he vuelto a sonreír. Es mi regalo de Navidad y de Reyes, así que lo comparto. Juguemos.

«Los muros hablan», se leía en el París del 68, en una revuelta llena de imaginación, parida por los hijos libertarios de la burguesía y asumida por los obreros y los sindicatos. Balón de oxígeno. Corrió de Francia a Europa, de América norte y Sur a la China de Mao. Se gritaba «Haz el amor y no la guerra», con la matanza en Vietnam, con los coletazos de la contienda en Indochina, Argel, las descolonizaciones en África, Asia y América Latina, con las revoluciones en Cuba, con las proclamas izquierdista al alza. El Mayo del 68 como precedente de los movimientos globalización que llegaron en el 2000. Hoy estamos en una más gorda. Sin precedentes. Sin una línea en el horizonte clara.
Más de medio siglo después, las proclamas han sido corregidas, reabsorbidas, reutilizadas por el capitalismo tan atacado. Sin ir más lejos, aquel «Liberaos, dejad el volante», le sirve a la compañía francesa Chauffer Privé para captar clientes. Le añadirán el prurito de la ecología. Ecología en todo es a lo que deberíamos apostar hoy y sonreír a esos folios volanderos aferrados a una farola donde leo: «Distintas caras, mismas palabras».

Cruzo la calle y un par de aceras más abajo, me topo con otra sentencia: «De pequeños nos enseñaron muchas cosas. Ahora sé de todo menos sobre mí mismo». Se me pone cara de interrogante. Atisbo a los paseantes para verles el forro de su vida, estará bien cosido o se habrá deshecho el hilván e irá perdiendo monedas en su paseo, si es que le quedan. He cambiado de escenario por ver si me encuentro otras frases que me pongan del revés pero no he tenido suerte. Sigo viendo monstruos en las paredes de mi ciudad, no hay rebeldía, no hay ganas de cambiar las cosas, no hay ni hastío. Solo hay ganas de abismarse en las pantallas del smarthphone.
Hace años le escuché a un médico anunciar que iba a cambiar la anatomía de nuestras manos por estar pulsando las teclas del móvil constantemente. Los más jóvenes tienen unos pulgares que parecen maracas cuando escriben. La inclinación de la cabeza hacia la pantalla les hace siervos. Y da dolor de cervicales. Debajo de los adoquines, ya no está la playa. Está una IA esperando que le sirvas. De tu docilidad, hará caja. «Debajo de los adoquines, no está la playa. Está la empresa». Lo escribió en los años 80 el economista liberal Michel Albert. «Distintas caras, mismas palabras», leído en una farola.