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Seguramente habrán oído decir muchas veces aquello de que «nunca segundas partes fueron buenas». Pues no es verdad. Bueno, tampoco diré que las segundas sean a la fuerza mejores que las primeras, pero desde luego no son peores. Lo malo es que estas frases hechas se sueltan con una ligereza similar a la de la forma como se sostiene una bailarina sobre sus delicadas puntas y, de tanto repetirlas, poco a poco, van cogiendo fuerza y adquiriendo algo parecido a un poso en la memoria colectiva. En realidad esta popular afirmación tiene su predicamento probablemente desde antes del Quijote. Parece ser que ya en El conde Lucanor se venía anunciando algo parecido (otro gallo nos cantaría si todos tuviéramos un Petronio en nuestras vidas…). En fin, lo que quería decir es que lo segundo no está tan mal. Yo misma fui la segunda, cosa que me permitió tener una estupenda hermana mayor. A veces, el segundo capítulo o la segunda parte de una novela son lo mejor. Ejemplos los hay a montones, aunque ahora no me acuerde de ninguno. Hoy es segunda fiesta de Navidad, un día maravilloso: las sobras son una delicia y ya no tenemos que ponernos nerviosos por si la lechona nos quedará lo suficientemente crujiente, incluso podemos vestir más cómodamente y librarnos de las rozaduras de los zapatos nuevos. La segunda fiesta me encanta, incluso más que el veinticinco, porque el pesado de Santa Claus ya se ha ido con los renos a otra parte. Yo, en serio, creo que deberíamos valorar más las segundas partes y dotarlas de la categoría merecida. ¿Quién no ha oído hablar de las segundas oportunidades? Las segundas oportunidades nos pueden proporcionar la gloria. La segunda parte de El padrino a mí me gusta más que la primera. Y, ya que hablamos de cine, recordemos algunas películas navideñas. ¿Qué puede haber mejor que ver Qué bello es vivir o El apartamento? Facilísimo: verlas por segunda vez.